El sufrimiento representa un instante prolongado. No lo podemos dividir en estaciones. Sólo podemos registrar su humor e intentar la crónica de sus regresos. Entre nosotros el tiempo no transcurre. Da vueltas. Parece girar alrededor de un centro de dolor. La inmovilidad paralizante de una vida, cada una de cuyas circunstancias está regida por un patrón inalterable, según el cual comemos, bebemos, caminamos, yacemos y rezamos, o al menos nos arrodillamos para rezar, de acuerdo con las inflexibles leyes de una férrea fórmula; esta cualidad inmóvil, que vuelve cada espantoso día hasta en su menor detalle igual a su hermano, parece comunicarse con esas fuerzas externas cuya verdadera esencia para existir es el cambio incesante. Nada sabemos ni nada podemos saber. Para nosotros sólo hay una estación, la estación del pesar. El mismo sol y la misma luna parecen habernos sido arrebatados. Afuera el día parece ser azul y dorado, pero la luz que repta a través del vidrio grueso y opaco del ventanuco con rejas de hierro bajo el cual me siento es gris y avaro. Siempre es la hora del crepúsculo en nuestra celda, como siempre es medianoche en nuestro corazón. Y en la esfera del pensamiento, tanto como en la esfera del tiempo, ya no hay movimiento.
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