Sé, a grandes rasgos, cómo llegué a ser
escritor. No sé precisamente por qué. ¿Acaso necesitaba realmente, para
existir, alinear palabras y frases? ¿Me bastaba, para ser, ser el autor de
algunos libros?
Para ser, esperaba que los otros me
designaran, me identificaran, me reconocieran. Pero ¿por qué por la escritura?
¿Por qué precisamente la escritura?
¿Acaso tenía entonces yo algo tan
particular para decir? Pero ¿qué es lo que dije? ¿Se trata de decir qué cosa?
¿Decir que uno es? ¿Decir que uno escribe? ¿Decir que uno es escritor?
¿Necesidad de comunicar qué? ¿Necesidad de comunicar que se tiene la necesidad
de comunicar? ¿Qué es lo que uno está comunicando? La escritura dice que está
ahí, y nada más, y hete aquí que estamos en ese palacio de espejo en el que las
palabras se remiten unas a otras, reflejándose al infinito sin nunca encontrar
otra cosa que su sombra.
La escritura me protege. Avanzo debajo de
la muralla de mis palabras, de mis frases, de mis párrafos hábilmente
encadenados, de mis capítulos astutamente programados.
¿Tengo aún necesidad de estar protegido? ¿Y
si el escudo se vuelve obligación?
Estaría bien que un día comience a servirme
de las palabras para desenmascarar lo real, para desenmascarar mi realidad.
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