La soledad de la escritura es una soledad sin la que el
escribir no se produce, o se fragmenta exangüe de buscar qué seguir
escribiendo. Se desangra, el autor deja de reconocerlo.
*
Alrededor de la persona que escribe libros siempre debe
haber una separación de los demás. Es una soledad. Es la soledad del autor, la
del escribir. Para empezar, uno se pregunta qué es ese silencio que lo rodea. Y
prácticamente a cada paso que se da en una casa y a todas horas del día, bajo
todas las luces, ya sean del exterior o de las lámparas encendidas durante el
día. Esta soledad real del cuerpo se convierte en la, inviolable, del escribir.
Nunca hablaba de eso a nadie. En aquel periodo de mi primera soledad ya había
descubierto que lo que yo tenía que hacer era escribir. Raymond Queneau me lo
había confirmado. El único principio de Raymond Queneau era éste: “Escribe, no
hagas nada más”.
*
Escribir: es lo único que llenaba mi vida y la hechizaba. Lo
he hecho. La escritura nunca me ha abandonado.
*
Mi habitación no es una cama, ni aquí, ni en París, ni en
Trouville. Es una ventana determinada, una mesa determinada, ritos de tinta
negra, huellas de tinta negra inencontrables, es una silla determinada. Y
determinados ritos a los que siempre vuelvo, a donde quiera que vaya, dondequiera
que esté, incluso en los lugares donde no escribo, como por ejemplo las
habitaciones del hotel, el rito de tener siempre whisky en mi maleta en caso de
insomnios o de súbitas desesperaciones. Durante aquel periodo tuve amantes.
Rara vez he estado absolutamente sin amantes. Se acostumbraban a la soledad de
Neauphle. Y según su encanto a veces esta soledad les permitía que, a su vez,
escribieran libros. Raramente daba a leer mis libros a esos amantes. Las
mujeres no deben hacer leer a sus amantes los libros que escriben. Cuando
terminaba un capítulo, lo escondía. En lo que a mí respecta, es tan verdad que
me pregunto qué pasa en otras partes y también cuando se es una mujer y se
tiene un marido o un amante. En tal caso, también hay que esconder a los amantes
el amor del marido. El mío nunca ha sido sustituido. Lo sé, todos los días de
mi vida.
*
Esta casa, esta casa es el lugar de la soledad, sin embargo
da a una calle, a una plaza, a un estanque muy antiguo, al grupo escolar del
pueblo. Cuando el estanque está helado, hay niños que vienen a patinar y me
impiden trabajar. Les dejo hacer. Los vigilo. Todas las mujeres que han tenido
hijos vigilan a esos niños, desobedientes, locos, como todos los niños. Pero,
qué miedo, cada vez, el peor de los miedos. Y qué amor.
*
La soledad no se encuentra, se hace. La soledad se hace
sola. Yo la hice. Porque decidí que era allí donde debía estar sola, donde
estaría sola para escribir libros. Sucedió así. Estaba sola en casa. Me encerré
en ella, también tenía miedo, claro. Y luego la amé. La casa, esta casa, se
convirtió en la casa de la escritura. Mis libros salen de esta casa. También de
esta luz, del jardín. De esta luz reflejada del estanque. He necesitado veinte
años para escribir lo que acabo de decir.
*
Nunca he podido empezar un libro sin terminarlo. Nunca he
hecho un libro que no fuera ya una razón de ser mientras se escribía, y eso,
sea el libro que sea. Y en todas partes. E todas las estaciones. Por fin tenía
una casa donde esconderme para escribir libros. Quería vivir en esta casa.
¿Para hacer qué? Empezó así, como una broma. Quizás escribir, me dije, podría.
*
Hallarse en un agujero, en el fondo de un agujero, en una
soledad casi total y descubrir que sólo la escritura te salvará. No tener
ningún argumento para el libro, ninguna idea de libro es encontrarse, volver a
encontrarse, delante de un libro. Una inmensidad vacía. Un libro posible.
Delante de nada. Delante de algo así como una escritura viva y desnuda, como
terrible, terrible de superar. Creo que la persona que escribe no tiene idea
respecto al libro, que tiene las manos vacías, la cabeza vacía, y que, de esa
aventura del libro, sólo conoce la escritura seca y desnuda, sin futuro, sin
eco, lejana, con sus reglas de oro, elementales: la ortografía, el sentido.
*
En la vida llega un momento, y creo que es fatal, al que no
se puede escapar, en que todo se pone en duda: el matrimonio, los amigos, sobre
todo los amigos de la pareja. El hijo, no. El hijo nunca se pone en duda. Y esa
duda crece alrededor de uno. Esa duda está sola, es la de la soledad. Ha nacido
de ella, de la soledad. Ya podemos nombrar la palabra. La duda, la duda es
escribir. Por tanto, es el escritor, también. Y c antes de que esté
completamente escrito; es decir: solo y libre de ti, que lo has escrito. Es tan
insoportable como un crimen. No creo a la gente que dice: “He roto mi
manuscrito, lo he tirado”. No lo creo. O bien lo que estaba escrito no existía
para los demás, o no era un libro. Y uno siempre sabe lo que no es un libro. Lo
que nunca on el escritor todo el mundo escribe. Siempre se ha sabido. Creo
también, que sin esa duda primera del gesto hacia la escritura, no hay soledad.
Nadie ha escrito nunca a dúo. Se ha podido cantar a dúo, también componer
música y jugar al tenis; pero escribir, no. Nunca. Creo que el hecho de que un
libro sea más o menos difícil de llevar hacia el lector, en la dirección de su
lectura. Si no hubiera escrito me habría convertido en una incurable del
alcohol. Es un estado práctico: estar perdido sin poder escribir más…Es ahí
donde se bebe. Ya que uno está perdido y ya no se tiene nada que escribir, que
perder, uno escribe. Mientras el libro está ahí y grita que exige ser
terminado, uno escribe. Uno está obligado a mantener el tipo. Es imposible
soltar un libro para siempre será un libro, no, no lo sabe. Nunca. Cuando me
acostaba, me tapaba la cara. Tenía miedo de mí. No sé cómo no sé por qué. Y por
eso bebía alcohol antes de dormir. Para olvidarme, a mí. Enseguida pasa a la
sangre, y luego uno duerme. La soledad alcohólica es angustiosa. El corazón,
sí. De repente late muy deprisa. Cuando yo escribía en la casa todo escribía.
La escritura estaba en todas partes. Y cuando veía a los amigos, a veces no
acertaba a reconocerlos. Hubo varios años así, difíciles, para mí, sí, diez
años quizá, quizá duró diez años. Y cuando amigos incluso muy queridos acudían
a visitarme, también era terrible. Los amigos nada sabían de mí: me apreciaban
y acudían por gentileza creyendo que hacían bien. Y lo más extraño era que no
me importaba. Eso hace salvaje la escritura. Se acerca a un salvajismo anterior
a la vida. Y siempre lo reconocemos, es el de los bosques, tan antiguo como el
tiempo. El del miedo a todo, distinto e inseparable de la vida misma. Uno se
encarniza. No puede escribir sin la fuerza del cuerpo. Para abordar la
escritura hay que ser más fuerte que uno mismo, hay que ser más fuerte que lo
que se escribe. No es sólo la escritura, lo escrito, también los gritos de las
bestias de la noche, los de todos, los vuestros y los míos, los de los perros.
Es la vulgaridad masificada, desesperante, de la sociedad. El dolor. Siempre,
eso creo.
*
Un escritor es algo extraño. Es una contradicción y también
un sinsentido. Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido.
Un escritor es algo que descansa, con frecuencia, escucha mucho. No habla mucho
porque es imposible hablar a alguien de un libro que se ha escrito y sobre todo
de un libro que se está escribiendo. Es imposible. Es lo contrario del cine, lo
contrario del teatro y otros espectáculos. Es lo contrario de todas las
lecturas. Es lo más difícil. Es lo peor. Porque un libro es lo desconocido, es
la noche, es cerrado, eso es. El libro avanza, crece, avanza en las direcciones
que creíamos haber explorado, avanza hacia su propio destino y el de su autor. Un
libro abierto también es la noche.
*
Escribir a pesar de todo pese a la desesperación. No: con la
desesperación. Qué desesperación, no sé su nombre. Escribir junto a lo que
precede al escrito es siempre estropearlo. Y sin embargo hay que aceptarlo:
estropear el fallo es volver sobre otro libro, un posible otro de ese mismo
libro.
*
Cuando un libro está acabado --un libro que se ha escrito,
claro--, al leerlo, ya no podemos decir que ese libro es un libro que ha
escrito uno , ni qué se ha escrito en él, ni en qué desesperación o en qué
estado de felicidad, el de un hallazgo o de un fallo de todo tu ser. Porque, al
fin y al cabo, en un libro, no se puede ver nada semejante. La escritura es
uniforme en cierto modo, atemperada.
*
La escritura ha existido siempre sin referencia alguna o
bien es. Sigue siendo como el primer día. Salvaje. Diferente. Salvo la gente,
las personas que circulan por el libro, nunca las olvida uno en el trabajo y el
autor nunca las echa de menos. No, estoy segura, no, la escritura de un libro,
el escribir. Pues es siempre la puerta abierta hacia el abandono. El suicidio
está en la soledad de un escritor. Uno está solo incluso en su propia soledad.
Siempre inconcebible. Siempre peligrosa. Sí. Un precio que hay que pagar por
haber osado salir y gritar.
*
En el libro hay eso: la soledad es la del mundo entero. Está
por todas partes. Lo ha invadido todo. Sigo creyendo en esta invasión. Como
todo el mundo. La soledad es eso sin lo que nada se hace. Eso sin lo que ya no
se mira nada. Es un modo de pensar, de razonar, pero sólo con el pensamiento
cotidiano. También eso está presente en la función de la escritura y ante todo
quizá decirse que no es necesario matarse todos los días desde el momento en
que todos los días podemos matarnos. Eso es la escritura del libro, no es la
soledad. Hablo de la soledad pero no estaba sola, ya que tenía ese trabajo que
sacar adelante, hasta la luz, ese trabajo de condenados: escribir.
*
Nunca he mentido en un libro. Ni tampoco en mi vida. Excepto
a los hombres. Nunca.
*
Creo que lo que reprocho a los libros, en general, es eso:
que no son libres. Se ve a través de la escritura: están fabricados, están
organizados, reglamentados, diríase que conformes. Una función de revisión que
el escritor desempeña con frecuencia consigo mismo. El escritor, entonces, se
convierte, se convierte en su propio policía. Entiendo, por tal, la búsqueda de
la forma correcta, es decir, de la forma más habitual, la más clara y la más
inofensiva. Sigue habiendo generaciones muertas que hacen libros pudibundos.
Incluso jóvenes: libros encantadores, sin poso alguno, sin noche. Sin silencio.
Dicho de otro modo: sin auténtico autor. Libros de un día, de entretenimiento,
de viaje. Pero no libros que se incrusten en el pensamiento y que hablen del
duelo profundo de toda vida, el lugar común de todo pensamiento.
*
Las grandes lecturas de mi vida, las sólo mías, son las
escritas por hombres. Michelet. Michelet y más Michelet, hasta las lágrimas. No
sé cómo me salí de lo que podríamos llamar una crisis, como si dijéramos crisis
de nervios o crisis de embotamiento mental, de degradación, como sería un sueño
artificial. La soledad, también era eso. Una especie de escritura. Y leer era
escribir.
*
Yo me parezco a todo el mundo. Creo que nunca nadie se ha
vuelto hacia mí por la calle. Soy la banalidad. El triunfo de la banalidad.
Como esa vieja dama del libro: Le Camion.
*
Escribir, el espanto de escribir.
*
Se escribe sin saberlo. Se escribe para mirar morir una
mosca. Tenemos derecho a hacerlo. La soledad siempre está acompañada por la
locura. Lo sé. La locura no se ve. A veces sólo se la presiente. No creo que
pueda ser de otro modo. Cuando se extrae todo de uno mismo, todo un libro,
forzosamente se está en el particular estado de cierta soledad que no se puede
compartir con nadie. No se puede hacer compartir nada. Uno debe leer solo el
libro que uno ha escrito, enclaustrado en el libro.
*
Todo escribe a nuestro alrededor, eso es lo que hay que
llegar a percibir; todo escribe, la mosca, la mosca escribe, en las paredes, la
mosca escribió mucho a la luz de la sala, reflejada por el estanque. La
escritura de la mosca podría llenar una página entera. Entonces sería una
escritura. Desde el momento en que podría ser una escritura, ya lo es. Un día,
quizás, a lo largo de los siglos venideros, se leería esa escritura, también
sería descifrada, traducida. Y la inmensidad de un poema legible se desplegaría
en el cielo. Pero, pese a todo, en algún lugar del mundo se escriben libros.
Todo el mundo los escribe. Lo creo. Estoy segura de que así es. Que para
Blanchot, por ejemplo, así es. La locura da vueltas a su alrededor. La locura
también es la muerte.
*
Hablaré de nada. De nada.
*
La liberación se produce cuando la noche empieza a
aposentarse. Cuando fuera cesa el trabajo. Queda Ese lujo nuestro, que nos
pertenece, de poder escribirlo por la noche. Podemos escribir a cualquier hora.
No sufrimos sanciones de reglas, horarios, jefes, armas, multas, insultos,
polis, jefes y más jefes.
*
Escribir. No puedo. Nadie puede. Hay que decirlo: no se
puede. Y se escribe. Lo desconocido que uno lleva en sí mismo: escribir, eso es
lo que se consigue. Eso o nada. Se puede hablar de un mal del escribir. Hay una
locura de escribir que existe en sí misma, una locura de escribir furiosa, pero
no se está loco debido a esa locura de escribir. Al contrario. La escritura es
lo desconocido. Antes de escribir no sabemos nada de lo que vamos a escribir. Y
con total lucidez. Es lo desconocido de sí, de su cabeza, de su cuerpo.
Escribir no es ni siquiera una reflexión, es una especie de facultad que se
posee junto a su persona, paralelamente a ella, de otra persona que aparece y
avanza, invisible, dotada de pensamiento, de cólera, y que a veces, por propio
quehacer, está en peligro de perder la vida. Si se supiera algo de lo que se va
a escribir, antes de hacerlo, antes de escribir, nunca se escribiría. No
valdría la pena. Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos
--sólo lo sabemos después-- antes, es la cuestión más peligrosa que podemos
plantearnos. La escritura: la escritura llega como el viento, está desnuda, es
la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, nada, excepto eso,
la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario