Acuérdate de tu madre y de tu padre, y de tu primera mentira
cuyo indiscreto olor se arrastra por tu memoria. Acuérdate de tu primer insulto
a los que te engendraron: la semilla del orgullo quedó sembrada, resplandeció
la fisura quebrando la unidad de la noche. Acuérdate de los anocheceres de
terror en los que el pensamiento de la nada te arañaba el vientre, y volvía sin
cesar para picotearte como un buitre; acuérdate también de las mañanas de sol
en el cuarto. Acuérdate de la noche de liberación en la que, al caer tu cuerpo
suelto como un velamen, respiraste un poco del aire incorruptible; acuérdate
también de los animales pegajosos que te han vuelto a aprisionar. Acuérdate de
las magias, de los venenos y de los sueños tenaces --querías ver, te tapabas
ambos ojos para ver, pero no sabías abrir el otro. Acuérdate de tus cómplices y
de los fraudes en común y de ese gran deseo de salir de la jaula. Acuérdate del
día en que desgarraste la tela y te apresaron vivo, inmovilizado ahí mismo en
la batahola de bataholas de las ruedas que giran sin girar, contigo adentro,
apresado siempre por el mismo instante inmóvil, repetido, repetido, y el tiempo
no daba sino una vuelta, todo giraba en tres sentidos innumerables, el tiempo
se cerraba al revés (y los ojos de carne sólo veían un sueño, sólo existía el
silencio devorador, las palabras eran pieles secas, y el ruido, el sí, el
ruido, el no, el alarido visible y negro de la máquina te negaba), el grito
silencioso "Yo soy" que el hueso oye, por el cual muere la piedra,
por el cual cree morir lo que nunca fue. Y tú no renacías a cada instante sino
para ser negado por el gran círculo sin límites, todo pureza, todo centro, todo
pureza salvo tú mismo. Y acuérdate de los días que siguieron, cuando marchabas
como un cadáver hechizado, con la certidumbre de ser devorado por el infinito,
de ser aniquilado por la existencia única de lo Absurdo. Y acuérdate sobre todo
del día en que querías arrojarlo todo, de cualquier modo. Pero un guardián
vigilaba en tu noche, vigilaba mientras dormías, te hizo tocar tu propia carne,
te hizo recordar a los tuyos, te hizo recoger tus andrajos. Acuérdate de tu
guardián. Acuérdate del hermoso espejismo de los conceptos, y de las palabras
conmovedoras, palacio de espejos construido en un sótano. Y acuérdate del
hombre que vino y lo rompió todo, te tomó con su tosca mano, te arrancó de tus
sueños y te obligó a sentarte sobre las espinas del pleno día. Y acuérdate de
que no sabes recordar. Acuérdate de que todo se paga, acuérdate de tu
felicidad, pero cuando te trituraron el corazón, era ya demasiado tarde para
pagar por adelantado. Acuérdate del amigo que te tendía su razón para recoger
tus lágrimas brotadas de la fuente helada que violaba el sol de primavera.
Acuérdate de que el amor triunfó cuando ella y tú supieron someterse a su fuego
ansioso, rogando morir en la misma llama. Pero acuérdate de que el amor no es
de nadie, de que en tu corazón de carne no hay nadie, de que el sol no
pertenece a nadie, ruborízate al contemplar el cenegal de tu corazón. Acuérdate
de las mañanas en que la gracia era como una vara amenazadora que te conducía,
sumiso, a través de tus jornadas, ¡bienaventurado el ganado bajo el yugo! Y
acuérdate de que entre sus dedos entumecidos tu pobre memoria dejó escapar el
pez de oro. Acuérdate de los que te dicen: acuérdate. Acuérdate de la voz que
te decía: no caigas. Y acuérdate del placer equívoco de la caída. Acuérdate,
pobre memoria mía, de las dos caras de la medalla. Y de su metal único.
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