Algo se rompía, algo se
ha roto. Ya no te sientes --¿cómo decirlo?-- sostenido: algo que, te parecía,
te parece, te ha confortado hasta entonces, te ha alegrado el corazón, el
sentimiento de tu existencia, de tu importancia casi, la impresión de estar
adherido, de nadar en el mundo, de pronto te abandona. No eres sin embargo de
esos que se pasan las horas de vigilia preguntándose si existen, y por qué, de
dónde vienen, qué son, adónde van. Las inquietudes metafísicas no han marcado
notablemente los rasgos de tu noble rostro. Pero nada queda de esa trayectoria
como de flecha, de ese movimiento hacia adelante en el cual se te ha invitado,
desde siempre, a reconocer tu vida, es decir, su sentido, su verdad, su
tensión: un pasado rico en experiencias fecundas, en lecciones bien aprendidas,
en radiantes recuerdos de infancia, en espléndidos gozos campestres, en
estimulantes vientos marinos, un presente denso, compacto, comprimido como un
muelle, un futuro generoso, reverdeciente, airoso. Tu pasado, tu presente, tu
futuro se confunden. Esto es tu vida. Esto te pertenece. Puedes hacer el
inventario exacto de tu escasa fortuna, el balance preciso de tu primer cuarto
de siglo. Tienes veinticinco años y veintinueve dientes, tres camisas y ocho
calcetines, algunos libros que ya no lees, algunos discos que ya no escuchas.
No tienes ganas de acordarte de otra cosa, ni de tu familia, ni de tus
estudios, ni de tus amores, ni de tus amigos, ni de tus vacaciones, ni de tus
proyectos. Has viajado y no has traído nada de tus viajes. Estás sentado y no
quieres más que esperar, sólo esperar hasta que no haya nada que esperar: que
llegue la noche, que suenen las horas, que los días pasen, que los recuerdos se
borren. Más tarde, llega el día del examen y no te levantas. No es un gesto
premeditado, no es un gesto siquiera, sino una ausencia de gesto, un gesto que
no realizas, gestos que evitas realizar. Tú no te mueves en absoluto, te quedas
en la cama, vuelves a cerrar los ojos. Otros despertadores comienzan a sonar en
las habitaciones contiguas. Tú no te mueves. No te moverás. Otro, un doble
fantasmagórico y meticuloso hace, quizá, en tu lugar, uno a uno, los gestos que
tú ya no haces: se levanta, se lava, se afeita, se viste, se va. Lo dejas
lanzarse por las escaleras, correr por la calle, atrapar el autobús al vuelo,
llegar a la hora indicada, jadeante, triunfal, a las puertas del aula. No
tienes ganas de ver a nadie, ni de hablar, ni de pensar, ni de salir, ni de
moverte. En día como éste, un poco después, o un poco antes, descubres sin
sorpresa que algo no funciona, que, para hablar sin reticencias, no sabes
vivir, que no sabrás jamás. Algo se rompía, algo se ha roto. Ya no te sientes
--¿cómo decirlo?-- sostenido: algo que, te parecía, te parece, te ha confortado
hasta entonces, te ha alegrado el corazón, el sentimiento de tu existencia, de
tu importancia casi, la impresión de estar adherido, de nadar en el mundo, de
pronto te abandona.
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