- PRIMERA ELEGÍA -
¿Quién, si yo gritara, me escucharía entre
las órdenes
angélicas? Y aun si de repente algún ángel
me apretara contra su corazón, me
suprimiría
su existencia más fuerte. Pues la belleza
no es nada
sino el principio de lo terrible, lo que
somos apenas capaces
de soportar, lo que sólo admiramos porque
serenamente
desdeña destrozarnos. Todo ángel es
terrible.
Así que me contengo, y me ahogo el clamor
de la garganta
tenebrosa. Ay, ¿quién de veras podría
ayudarnos? No
los ángeles, no los hombres, y ya saben los
astutos
animales que no nos sentimos muy seguros en
casa,
dentro del mundo interpretado. Nos queda
quizás
algún árbol en la loma, al cual mirar todos
los días;
nos queda la calle de ayer y la demorada
lealtad
de una costumbre, a la que le gustamos, y
permaneció,
y no se fue. Oh, y la noche, y la noche,
cuando el viento
lleno de espacio cósmico nos roe la cara:
¿Para quién no permanecería aquélla, la
anhelada,
la tierna desengañadora, ahí, dolorosamente
próxima
al corazón solitario? ¿Es más suave con los
amantes?
Ay, ellos sólo se ocultan uno a otro su
suerte.
¿Todavía no lo sabes? Arroja el espacio que
abarquen
tus brazos hacia los espacios que
respiramos; quizá
los pájaros sientan el aire ensanchado con
un vuelo
más íntimo.
Sí, las primaveras de veras te necesitaban.
Varias
estrellas te pedían que las rastrearas. Se
alzaba
en el pasado una ola hacia ti, o cuando
pasabas
por una ventana abierta, se te entregaba un
violín.
Todo esto era una misión, ¿pero fuiste
capaz de cumplirla?
¿No estabas siempre distraído por la
esperanza, como
si todo ello te anunciara a una amada?
(¿Dónde intentas
alojarla, si en ti los grandes pensamientos
extraños
entran y salen, y con frecuencia se quedan
durante la noche?).
Pero si sientes anhelos, canta pues a las
amantes; no es,
en absoluto, suficientemente inmortal su
famoso
sentimiento. Aquéllas que casi envidias,
las abandonadas,
las encuentras mucho más amantes que las
saciadas.
Empieza siempre de nuevo la alabanza
siempre inalcanzable.
Piensa: el héroe sigue en pie, aun el ocaso
fue para él
sólo un pretexto para ser: su último
nacimiento.
Pero a las amantes la exhausta naturaleza
las recoge
en su seno, como si no hubiera fuerzas para
lograr esto
dos veces. ¿Has pensado lo suficiente en
Gaspara Stampa,
y lo que puede sentir cualquier chica a
quien el amado
abandonó, frente a tan elevado ejemplo de
mujer amante:
¿Llegaré a ser como ella? ¿Estos, los más
antiguos
dolores, no deberán, por fin, darnos fruto?
¿No es
tiempo ya de que, al amar, nos liberemos
del amado y,
temblorosos, resistamos, como la flecha
resiste al arco,
para ser, unidos en el salto, algo más que
la sola
flecha? Porque el permanecer está en
ninguna parte.
Voces, voces. Corazón mío, escucha, como
sólo los santos
escuchaban; la enorme llamada los alzaba
del suelo;
pero ellos seguían de rodillas, de modo
imposible,
sin darse cuenta: de tal manera escuchaban.
No
que pudieras soportar la voz de Dios, lejos
de eso, pero
escucha el soplo, las noticia incesante que
se forma
del silencio. Murmura hasta ti desde
aquellos que han
muerto jóvenes. ¿Acaso su destino no se
dirigió siempre
tranquilamente a ti, en Roma y Nápoles,
cuando entrabas
en alguna iglesia? O una inscripción
sublime se grababa
para ti, como hace poco la lápida de Santa
María Formosa?
¿Qué quieren de mí? Debo apartar en
silencio
la apariencia de injusticia que a veces
estorba un poco
el puro movimiento de sus espíritus.
Realmente es extraño ya no habitar la
tierra,
ya no ejercitar las costumbres apenas
aprendidas;
a las rosas, y a otras cosas
particularmente promisorias,
ya no darles el significado del futuro
humano; ya no ser
aquél que uno fue en interminables manos
angustiadas
y hasta hacer a un lado el propio nombre,
como un juguete
roto. Extraño, ya no seguir deseando los
deseos. Extraño,
ver todo lo que tenía sus propias
relaciones, aletear
tan suelto en el espacio. Y estar muerto es
doloroso,
y lleno de recuperación, de modo que uno
rastree
lentamente un poco de eternidad. Pero todos
los vivos
cometen el mismo error de diferenciar
demasiado
tajantemente. Los ángeles (se dice) con
frecuencia no
sabrían si andan entre los vivos o entre
los muertos.
La corriente eterna arrastra siempre
consigo todas
las edades a través de las dos zonas y
atruena sobre ambas.
Finalmente ya no nos necesitan, los que
partieron
temprano, uno se desteta dulcemente de lo
terrestre, como
uno se emancipa con ternura de los senos de
la madre.
Pero nosotros, que necesitamos tan grandes
secretos,
nosotros que tan frecuentemente obtenemos
del duelo
progresos dichosos, ¿podríamos existir sin
ellos?
¿Es inútil el mito de que, en la
antigüedad, durante
las lamentaciones fúnebres por Linos,
una atrevida música primitiva se abrió paso
en la árida materia
inerte; y entonces, por primera vez, en el
espacio
sobresaltado, en el que un muchacho casi
divino de pronto
se perdió para siempre, el vacío produjo
esa vibración
que ahora nos entusiasma y nos consuela y
ayuda?
- SEGUNDA ELEGÍA -
Todo ángel es terrible. Y sin embargo, ay,
los invoco
a ustedes, casi mortíferos pájaros del alma,
sé quiénes
son ustedes. Los días de Tobías, ¿dónde
quedaron?,
cuando uno de los más radiantes apareció en
el umbral
sencillo de la casa un poco disfrazado para
el viaje,
ya no tremendo (muchacho para el muchacho,
que se asomó, curioso). Si ahora avanzara
el arcángel,
el peligroso, desde atrás de las estrellas,
un solo paso,
que bajara y se acercara: el propio
corazón, batiendo
alto, nos mataría. ¿Quién es usted?
Tempranos afortunados, ustedes, los mimados
de la creación, cadena de cumbres,
cordillera roja
del amanecer de todo lo creado --polen de
la divinidad
floreciente, coyunturas de la luz,
corredores,
escalones, tronos, espacios del ser,
escudos
deliciosos, tumultos del sentimiento
tormentosamente
arrebatado, y de pronto, individualizados,
espejos,
ustedes, los que recogen nuevamente en sus
propios
rostros, la propia belleza que han
irradiado.
Porque nosotros, siempre que sentimos, nos
evaporamos;
ay, nosotros nos exhalamos a nosotros
mismos,
nos disipamos; de ascua en ascua soltamos
un olor cada
vez más débil. Probablemente alguien nos
diga: Sí,
entras en mi sangre; este cuarto, la
primavera se llena
de ti, ¿de qué sirve? Él no puede
retenernos,
nos desvanecemos en él y en torno suyo.
Y aquellos que son hermosos, Oh, ¿quién los
retiene?
Incesantemente la apariencia llega y se va
de sus
rostros. Como rocío de la hierba matinal se
esfuma
de nosotros lo que es nuestro, como el
calor
de un plato caliente. Oh, sonrisa ¿a dónde?
Oh,
mirada a lo alto: nueva, cálida, fugitiva
ola del corazón; sin embargo, ay, somos
eso. ¿Entonces
el firmamento, en el que nos disolvemos,
sabe
a nosotros? ¿De veras los ángeles
recapturan solamente
lo suyo, lo que han irradiado, o a veces,
como
por descuido, hay algo nuestro en todo
ello? ¿Estamos
tan entremezclados en sus facciones, como
la vaga
expresión en los rostros de las mujeres
preñadas?
Ellos no lo advierten en el torbellino de
su regreso
a sí mismos. (¿Cómo habrían de
advertirlo?).
Los amantes podrían, si lo comprendieran,
hablar extrañamente en el aire nocturno.
Pues parece
que todo nos oculta. Mira, los árboles son;
las casas
que habitamos permanecen todavía. Sólo
nosotros pasamos
de largo sobre todas las cosas como un
cambio
de vientos. Y todo se une para acallarnos,
mitad
por vergüenza quizás, y mitad por esperanza
indecible.
Amantes, a ustedes, satisfechos el uno en
el otro,
les pregunto por nosotros. Ustedes, los que
se aferran
a sí mismos. ¿Tienen pruebas? Miren, me ha
ocurrido que
mis manos se reconozcan entre sí, o que mi
rostro ajado
se refugie en ellas. Eso me da cierta
sensación. ¿Pero
quién, sólo por eso, se atrevió a creer que
de veras
es? Sin embargo ustedes, los que crecen el
uno
en el arrobo del otro, hasta que él
suplica, abrumado:
“Basta”; ustedes, los que crecen, bajo sus
recíprocas
manos, más exuberantes, como años de
grandes uvas;
los que mueren a veces, sólo porque el otro
se ha
expandido demasiado; a ustedes les pregunto
por nosotros.
Sé que se tocan tan dichosamente porque la
caricia
retiene, porque no desaparece el sitio que
ustedes,
los tiernos, ocupan; porque, debajo de todo
ello, ustedes
sienten la duración pura. Ustedes, de sus
abrazos,
por ello, casi se prometen eternidad. Sin
embargo, cuando
ya se han sostenido el sobresalto de la
primera mirada,
y ya ocurrieron las ansias junto a la
ventana
y del primer paseo juntos, una vez, por el
jardín:
Ustedes, amantes, ¿siguen todavía entonces
siendo
los mismos? Cuando el uno alza al otro
hasta su boca
y se unen --bebida con bebida--: ¡Oh, de
qué manera
tan extraña el bebedor entonces se escapa
de su función!
¿No se asombraron ustedes, en las estelas
áticas,
de la prudencia de los gestos humanos? El
amor
y la despedida, ¿no fueron puestos
demasiado
ligeramente sobre los hombros, como si se
tratara
de seres hechos de otra materia que
nosotros?
Recuerden las manos, cómo se posan sin
presión, aunque
hay vigor en los torsos. Estos dueños de sí
mismos
lo sabían: Hasta aquí, nosotros; esto es lo
nuestro,
tocarnos así; que los dioses nos aprieten
con mayor fuerza. Pero eso es cosa de los
dioses.
Si nosotros encontráramos también una pura,
contenida,
estrecha, humana franja de huerto, nuestra,
entre
río y roca. Pues nuestro propio corazón nos
excede
tanto como a aquéllos. Y ya no podemos
mirarlo
a través de imágenes que lo sosieguen, ni a
través
de cuerpos divinos, en los que se contenga
más.
- TERCERA ELEGÍA -
Una cosa es cantar a la amada. Otra, ay,
ese oculto,
culpable, río dios de la sangre. Aquél a
quien ella
lejanamente conoce, su muchacho, ¿qué sabe
él,
realmente, del señor del placer, quien con
frecuencia,
desde su soledad, antes de que la muchacha
lo sosegara,
incluso como si ella no existiera, Oh,
chorreando
de qué incognoscible, levantaba su cabeza
de dios,
convocando a la noche a la revuelta
interminable?
Oh, Neptuno de la sangre; Oh, su terrible
tridente.
Oh, el oscuro viento de su pecho desde la
retorcida
caracola. Escucha cómo la noche se ahonda y
ahueca.
Ustedes, estrellas, ¿acaso no viene de
ustedes, el placer
del amante en el rostro de su amada? ¿No
recibió
el amante su íntima visión del puro rostro
de la amada,
del astro puro?
NI tú, ay, ni su madre, al muchacho,
le tendieron tan expectante arco de las
cejas.
No fue junto ti, muchacha que sientes al
muchacho, no
fue junto ti, que sus labios se curvaron
en la expresión más fértil. ¿De veras crees
que tu leve
aparición lo sacudió, tú, la que camina
como brisa
matinal? Le aterraste el corazón, sí, pero
terrores
más antiguos se arrojaron sobre él durante
el choque
en que ustedes se unieron. Llámalo. Tu
llamado
no lo separará del todo del compañero oscuro.
Cierto,
él quiere, se escapa; aliviado, se
acostumbra
a tu corazón secreto, se toma a sí mismo y
empieza.
¿Pero empezó él alguna vez? Madre, tú lo
hiciste
pequeño, tu fuiste quien lo empezó; para ti
fue nuevo,
tú doblaste sobre los ojos nuevos el mundo
amistoso
y rechazaste el extraño. ¿Dónde, ay,
quedaron los años
cuando tú apartabas de él, con sólo tu
delgada figura,
al bullente caos? Así le escondiste muchas
cosas;
el cuarto, sospechoso en las noches, se lo
hiciste
inofensivo; con tu corazón lleno de refugio
mezclaste
a su espacio nocturno un espacio más
humano.
No en la oscuridad, no, sino dentro de tu
ser
más cercano, pusiste la lámpara, que
brillaba
como surgida de la amistad. En ningún lugar
ni un crujido que no explicaras sonriendo,
como si desde mucho tiempo atrás supieras,
cuándo
las duelas se comportan así.Y él te escuchó
y se sosegó. De tanto era capaz,
tiernamente,
cuando se alzaba, tu presencia; detrás del
armario
se levantó, en abrigo, su destino, y su
intranquilo
futuro fue semejante a los pliegues de la
cortina,
que se remueven con facilidad.
Y El, el que ha recibido alivio, acostado,
bajo
párpados adormecidos disolviendo tu ligera
dulce
figura, mientras saborea su antesueño,
parecía
protegido. Pero, dentro: ¿quién defendía,
quién dentro de él impedía las altas mareas
del origen?
Ay, ninguna medida de precaución había ahí,
en el durmiente; durmiendo, pero soñando,
pero
enfebrecido: ¡cómo se aventuraba! El, el
nuevo,
el medroso, cómo se atascó entre las
proliferantes
lianas del acontecimiento interior,
enmarañado hasta
ser algo exótico, una maleza estrangulante,
bestiales
formas que se daban caza. Cómo se
entregaba. Amaba.
Amaba su interior, su selva interna, este
bosque
originario en él, sobre cuyo mudo ser de
derrumbes,
de un verde luminoso, su corazón se
levantaba. Amaba.
Lo abandonó, siguió adelante por las
propias raíces
hacia el poderoso origen, donde su pequeño
nacimiento
ya había sobrevivido. Amando, descendió a
la sangre
más vieja, a los barrancos donde yace lo
terrible,
todavía ahíto de los padres. Y todos los
terrores
lo conocieron, le guiñaron, como si
estuvieran
de acuerdo. Sí, lo horrible sonrió. Rara
vez
has sonreído con tal ternura, madre. Cómo
él no iba
a amar lo que le sonreía. Antes que a ti lo
amó a él,
pues cuando lo concebías, ya estaba
disuelto en el agua,
que aligera el germen.
Mira, nosotros no amamos, como las flores,
gestados
durante un solo año; nos sube, cuando
amamos,
por los brazos, una savia inmemorial. Oh,
muchacha,
esto: que nosotros no amamos dentro en nuestro
adentro,
lo único, ni lo venidero, sino a la
fermentación
innumerable; no al niño individual, sino a
los padres,
que como los escombros de la montaña
fundamentan
nuestro suelo; sino como el seco lecho del
río
de madres antiguas; sino todo el paisaje
silencioso
bajo el destino nublado o claro: esto llegó
antes
que tú, muchacha. Y tú misma, ¿qué sabes?;
tú
conjuraste lo primigenio en el amante. Qué
sentimientos
bulleron, emergiendo de los seres
desaparecidos.
Cuántas mujeres te odiaron en él. ¿Qué hombres
tenebrosos excitaste en las venas del
muchacho?
Niños muertos trataron de ir hacia ti. Oh,
suave,
suavemente, muéstrale una jornada diaria,
amorosa
y segura; llévalo al jardín, dale el
contrapeso
de las noches,
conténlo.
- CUARTA ELEGÍA -
Oh árboles de vida, ¿cuándo el invierno?
Nosotros no vamos al unísono. No somos
sensatos
como las aves migratorias. Retrasados y
tardíos,
nos imponemos repentina, forzadamente a los
vientos,
y nos derrumbamos sobre un estanque
indiferente.
Sabemos al mismo tiempo florecer y
marchitarnos.
Y por algún lado andan todavía los leones y
no saben,
mientras siguen siendo majestuosos, de
impotencia alguna.
Pero nosotros, cuando queremos una cosa,
siempre,
ya estamos acariciando la otra. La
hostilidad
es en nosotros lo primero. ¿Acaso los
amantes
no están siempre poniéndose límites, uno a
el otro,
ellos, que se prometían espacios, presa,
hogar?
Ahí, para un dibujo instantáneo, se elabora
penosamente un fondo de contradicciones, de
modo
que lo veamos; pues somos demasiado claros,
no conocemos por dentro el contorno del
sentimiento, sino
solamente lo que se forma por fuera. ¿Quién
no se sentó
inquieto frente al telón de su corazón? El
telón
se levantó: el escenario era de despedida.
Fácil
de entender. El jardín conocido, y oscilaba
un poco:
entonces apareció primero el bailarín. No
éste. Basta.
Y aunque sea ligero al actuar, está
disfrazado
y se convierte en un burgués, que cruza por
su cocina,
entra a casa. No quiero estas máscaras a
medio llenar,
prefiero la marioneta. Está llena. Quiero
soportar
sobre mí su cáscara, el alambre, su rostro
meramente
exterior. Aquí. Ya estoy adelante. Incluso
si apagan
las luces, si me dicen: "Ya se
acabó"; incluso si
del escenario llega el vacío con la gris
ráfaga de aire;
incluso si ninguno de mis silenciosos
ancestros continúa
sentado junto a mí, ninguna mujer, ni
siquiera
el muchacho de los ojos bizcos, cafés8: me
quedo,
a pesar de todo. Siempre hay algo qué ver.
¿No tengo razón? Tú, a quien en mí la vida
supo tan amarga, cuando probaste la mía, padre,
la primera infusión turbia de mi deber;
conforme yo crecí seguiste probándola, y
todavía
ocupado en el regusto de un futuro tan
extraño,
examinabas mi mirada empañada; tú, padre
mío, desde
que estás muerto, dentro de mí, en mi
esperanza,
con frecuencia tienes miedo, y me envías
serenidad,
como la tienen los muertos, reinos de
serenidad,
para mi pizca de destino, ¿no tengo razón?
Y ustedes,
¿no tengo razón?, ustedes, las que me
amaron
por el pequeño comienzo de amor hacia
ustedes,
del que siempre me aparté, porque, para mí,
el espacio
dentro de vuestros rostros, aunque lo
amara,
se transformaba en un espacio cósmico
donde ustedes ya no estaban. ¿No tengo
razón
en esperar, cuando me siento con ganas de
esperar,
frente al teatro de títeres? ¿No la tengo,
en mirarlo
tan intensamente, de modo que, para
contrapesar
mi espectáculo, finalmente haya de venir un
ángel,
a manera de actor, que ponga en pie los
muñecos?
Ángel y marioneta: por fin hay espectáculo.
Entonces
se une lo que nosotros siempre desgarramos con
solo
estar aquí. Sólo entonces surge de nuestros
propios
cambios de estación el círculo de todo el
cambio.
Encima de nosotros y más allá entonces
actúa el ángel.
Mira, los moribundos, ¿no han de sospechar
acaso cómo
todo lo que aquí realizamos es, completamente,
un pretexto? Ninguna cosa es ella misma.
Ah, horas
de infancia, cuando detrás de las figuras
había algo más
que el mero pasado, y delante de nosotros,
ningún futuro.
Cierto, crecíamos, y a veces nos
empeñábamos en hacernos
mayores demasiado rápido, en parte por amor
a aquéllos,
que ya no tenían otra cosa que el ser
mayores.
Y sin embargo, cuando estábamos en nuestra
soledad
nos divertíamos con la permanencia y
perdurábamos ahí,
en la brecha entre el mundo y el juguete,
en un lugar
que desde el principio se había establecido
para
un acontecimiento puro.
¿Quién mostrará un niño, tal como existe?
¿Quién
lo colocará en la constelación y le dará en
la mano
la medida de la distancia? ¿Quién hará la
muerte niña
con pan gris, que se endurece? ¿O se la dejará
ahí,
en la boca redonda, como en el corazón de
una hermosa
manzana? Los asesinos son fáciles de
entender. Pero
esto: la muerte, la muerte total, aun antes
de contener
la vida tan dulcemente, y no ser malo, es
indescriptible.
- QUINTA ELEGÍA -
¿Pero quiénes son ellos, dime, los
ambulantes, los que
son un poco más fugaces aún que nosotros
mismos,
los urgentemente retorcidos, desde
pequeños, por qué
--¿por amor de quién?-- voluntad nunca
satisfecha?
Pero ella los retuerce, los dobla, los
entrelaza, los
hace girar, los arroja y los vuelve a
atrapar;
como provenientes de un aire aceitado y más
terso,
bajan a la alfombra desgastada, luida por
su salto
perpetuo, a esta alfombra perdida en el
universo.
Colocada como un parche, como si ahí el
cielo
de los suburbios hubiese herido la tierra.
Y apenas ahí,
derecha, presente y revelada: la gran
inicial
del Estar-Ahí, pues incluso a los hombres
más fuertes los aplasta nuevamente, por
broma, la mano
crispada siempre próxima, como a un plato
de estaño
Augusto el Fuerte en la mesa.
Ay, y alrededor de este
centro, la rosa del espectáculo:
florece y se deshoja. Alrededor de este
pisón,
este pistilo, reencontrado por su propio
polvo florido,
para volver a fecundar el fruto aparente
del tedio,
su tedio nunca consciente --reluciendo con
la más
delgada superficie de ligera, aparente
sonrisa.
Ahí, el marchito, arrugado levantador de
pesos,
el viejo, el que ya nada más toca el
tambor,
contraído dentro de su piel poderosa, como
si antes
hubiera contenido dos hombres, y ya uno
yaciera ahora en el panteón, y él
sobreviviera al otro,
sordo y a veces un poco
confundido en la piel viuda.
Pero el joven, el hombre, como si fuera el
hijo
de un pescuezo y de una monja: tirante,
relleno, tenso
de músculos y de simpleza.
Oh, ustedes,
a los que en otro tiempo, una pena, que era
pequeña
todavía, los recibió, como juguete, en una
de sus largas convalecencias.
Tú, que caes con el golpe
que sólo las frutas conocen, verde todavía,
diariamente cientos de veces del árbol del
movimiento
construido en común que, más rápido que el
agua,
en escasos minutos tiene primavera, verano
y otoño),
cae y golpea sobre la tumba;
algunas veces, a media pausa, quiere asomar
en ti
un amable rostro para tu madre, rara vez
tierna,
pero se pierde sobre tu cuerpo, que lo
consume
en su superficie, el tímido gesto apenas
intentado...
Y nuevamente el hombre da una palmada
anunciando
el salto a tierra, y antes de que, en las
cercanías
del corazón siempre encarrerado, se
distinga en ti
claramente un dolor, le llega el ardor
de las plantas de los pies a él, su salto
originario:
primero en ti, en los ojos, con un par de
lágrimas
fugitivas, físicas. Y sin embargo, a
ciegas,
la sonrisa.
¡Ángel! Oh, tómala, arráncala, la hierba
curativa,
florida y pequeña. Haz una vasija, ¡guárdala!
Colócala
entre esos goces que todavía no están
abiertos
para nosotros; en una urna hermosa alábala
con una inscripción elocuente y florida:
“Subrisio Saltat”
Entonces tú, preciosa,
tú, de los goces más excitantes
muda omisión. Quizás son
tus rizos dichosos para ti;
o sobre los jóvenes
pechos tensos, la seda verde, metálica,
se sienta interminablemente mimada y no le
falta nada.
Tú,
colocada una y otra vez de modo diferente,
sobre
todos los oscilantes platillos de la
balanza,
fruta de la serenidad, llevada al mercado,
públicamente, entre los hombros.
¿Dónde, oh dónde está el lugar --lo llevo
en el corazón-- donde ellos, ni de lejos,
podían
desprenderse unos de otros, como
encabalgándose,
no exactamente como animales apareados;
donde los pesos
de la balanza todavía tienen gravidez,
donde todavía,
de sus varas inútilmente oscilantes, los
platillos
se tambalean.
Y de pronto, en este penoso ningún lado, de
pronto,
el inefable sitio donde el puro
demasiado-poco
incomprensiblemente se transforma,
trocándose
en ese vacío demasiado-mucho.
Donde la cifra de muchos números
se queda sin ninguno.
Plazas, Oh plaza en París, teatro
interminable,
donde la modista, Madame Lamort,
enlaza, teje los incansables caminos del
mundo, cintas
infinitas, y encuentra nuevas formas de
enlazarlas:
volantes, flores, escarapelas, frutas
artificiales,
todas falsamente coloreadas, para los
baratos
sombreros de invierno del destino.
Ángel: si hubiera una plaza que no
conociéramos, y ahí,
sobre una alfombra inefable, los amantes
mostraran
aquéllas, las que aquí nunca lograron hacer
posibles:
las audaces, altas figuras de los impulsos
del corazón:
sus torres de placer, levantadas desde hace
mucho,
donde nunca hubo suelo, solamente escalones
que se apoyan uno en otro, temblorosos --si
pudieran
hacerlo, ante los espectadores en corro,
entonces,
¿los innumerables muertos silenciosos,
arrojarían
sus últimas, siempre ahorradas, siempre
secretas,
desconocidas para nosotros, eternas monedas
vigentes
de la felicidad, ante la pareja, por fin
verdaderamente
sonriente, sobre la apaciguada
alfombra?
- SEXTA ELEGÍA -
Higuera: desde hace cuánto tiene sentido
para mí
cómo omites las flores casi por completo,
y dentro del fruto tempranamente resuelto,
sin pompa alguna, encajas tu secreto puro.
Como el tubo de la fuente, tu curva rama
impulsa
la savia hacia arriba y hacia abajo: y
brota del sueño,
casi sin despertarse, a la dicha de su más
dulce
resultado. Mira: como el dios en el cisne.
Pero nosotros nos demoramos
ay, celebrándonos en el florecer, y ya delatados,
entramos en el meollo retrasado de nuestro
fruto
perecedero. En algunos el impulso de la
acción afluye
con tal fuerza, que ya se aprestan y arden
en la abundancia del corazón, cuando la
seducción
de florecer, como suave viento nocturno,
les roza
la juventud de la boca, los párpados:
son quizás los héroes y los destinados
pronto para
el otro lado, aquéllos a quienes la muerte
jardinera
les tuerce las venas de manera diferente.
Estos se arrojan hacia adelante: a su
propia sonrisa
preceden, como el grupo de caballos en la
imagen
suavemente moldeada en Karnak del rey
victorioso.
Pues extrañamente cercano es el héroe a los
jóvenes
muertos. La duración no lo estrecha. Su
camino
ascendente es la existencia. Continuamente
se remonta
y entra en la cambiada constelación de su
constante
peligro. Ahí lo encontrarían unos cuantos.
Pero
el destino, que nos oculta tenebrosamente,
súbitamente
exaltado, lo canta, introduciéndolo en la
tormenta
de su mundo rugiente. A nadie escucho como
a él.
De un golpe me traspasa, con el aire en
ráfagas, su tonada sombría.
Entonces, con qué gusto me escondería de la
nostalgia:
Oh, si yo fuera, si fuera un muchacho, y
pudiera
todavía llegar a serlo, y sentarme, apoyado
en brazos futuros, leyendo sobre Sansón,
cómo su madre parió primero nada, y luego
todo.
¿No era ya héroe en ti, Oh madre, no empezó
ya ahí, en ti, su elección soberana?
Miles fermentaban en el vientre y querían
ser él,
pero mira: él cogió y escogió, eligió y
pudo.
Y si derribó las columnas, ello ocurrió
cuando irrumpió
fuera del mundo de tu cuerpo, en el mundo
más estrecho,
donde siguió eligiendo y pudiendo. ¡Oh
madres
de héroes! ¡Oh veneros de torrentes
impetuosos!
Vuestros barrancos, en los que, desde lo
alto del borde
del corazón, lamentándose, ya las muchachas
precipitadas, víctimas futuras para el
hijo.
Pues cuando el héroe llegó atronando, a
través
de las estaciones del amor, todo corazón
que por él
latía lo alzó y lo alejó más de sí: ya
apartado,
él permanecía de pie al final de las
sonrisas, vuelto
otro.
- SÉPTIMA ELEGÍA -
Ya no cortejar, no hacer la corte; voz
emancipada
sea la naturaleza de tu grito; aunque
gritaste
con la pureza del ave, cuando la nueva
estación lo alza,
casi olvidando que es un inquieto animal y
no solamente
un corazón único lo que ella lanza a las
alturas,
a los cielos íntimos. Como él, así, nada
menos,
seguramente también cortejarías una amiga,
todavía invisible, la silenciosa, que
supiera de ti;
en la que lentamente una respuesta
despierta,
se calienta al ser escuchada: para tu osado
sentimiento, la que siente, encendida.
Oh y la primavera comprendería, no hay
lugar donde
no se oyera la tonada de la anunciación.
Primero
esa pequeña algarabía interrogativa,
a la que con creciente calma rodea, desde
la lejanía,
con su silencio, un día afirmativo, puro.
Luego los escalones ascendentes, escalones
sonoros,
hacia el soñado templo del futuro; luego el
gorjeo,
el surtidor, que en su chorro impetuoso ya
anticipa
la caída en juego promisorio. Y delante,
el verano.
No solamente todas las mañanas del verano,
no solamente
cómo ellas se transforman en día e irradian
comienzo. No solamente los días que son
suaves, alrededor
de flores, y arriba, de árboles bien
conformados,
fuertes y poderosos. No sólo el fervor de
estas fuerzas
desplegadas, no sólo los caminos, no sólo
los prados
en la tarde, no sólo, después de la
tormenta tardía,
la claridad respirada. No sólo el sueño
próximo y un
presentimiento, al atardecer. ¡Sino las
noches!,
sino las noches altas, las noches de
verano.
Sino las estrellas, las estrellas de la
tierra.
¡Oh, ya estar muerto, y conocerlas
interminablemente,
todas las estrellas: pues cómo, cómo, cómo
olvidarlas!
Mira, he llamado a la amante. Pero no
vendría sólo
ella. De tumbas endebles saldrían
muchachas
y estarían aquí. ¿Pues cómo restringiría,
cómo, la llamada de mi llamado? Los
hundidos siempre
buscan aún la tierra. Ustedes, niños: una
cosa
aquí aprendida de una buena vez valdría por
muchas.
No crean ustedes que el destino es más de
lo que cupo
en la infancia; con qué frecuencia ustedes
rebasarían
al amado, jadeando, jadeando por la carrera
bendita,
en pos de nada, en campo abierto. Estar
aquí
es magnífico. Ustedes lo sabían, chicas,
también
ustedes, las al parecer incapaces de
hundirse, ustedes,
en las callejuelas más odiosas de las
ciudades,
supurantes, o abiertas a la inmundicia.
Pues para cada
una de ustedes hubo una hora, quizás ni una
hora
completa, apenas medible en medidas de
tiempo, entre
dos momentos, donde tuvieran realmente
existencia.
Toda. Las venas llenas de existencia.
Sólo que olvidamos tan fácilmente lo que el
vecino,
riendo, ni nos confirma ni nos envidia.
Visiblemente
queremos alzarlo, mientras que la dicha más
visible,
en realidad, sólo se nos da a conocer
cuando
la transformamos interiormente.
En ningún lugar, amada, existirá el mundo
sino adentro.
Nuestra vida avanza transformando. Y
decrece cada vez
más lo de afuera, hasta la insignificancia.
Donde hubo
una casa permanente, se nos propone ahora,
de través,
una figura mental, completamente
perteneciente
a la imaginación, como si estuviera del
todo aún
en el cerebro. Amplios graneros de fuerza
se crea
el espíritu del tiempo, amorfos como el
tenso impulso
que obtiene de todo. Ya no conoce templos.
Este derroche
del corazón lo ahorramos en secreto. Sí,
donde sobrevive
todavía una cosa, una sola cosa a la que en
otro tiempo
se rezaba, se veneraba, o frente a la cual
arrodillarse,
ya se remonta, tal como es, a lo invisible.
Muchos
ya no la advierten; carecen de la ventaja
de construirla
ahora, internamente, con columnas y
estatuas,
¡más grande!
Cada sorda vuelta del mundo tiene tales
desheredados,
a quienes no pertenece ni lo anterior ni,
todavía,
lo venidero. Pues aun lo venidero más
cercano está lejos
de los hombres. Y esto no debe
desconcertarnos, sino
fortalecernos en la conservación de la
forma aun
reconocida. Esto estuvo en pie alguna vez
entre
los hombres, estuvo en mitad del destino;
estuvo
en el aniquilador desconocido, en mitad del
hacia dónde,
como si existiera; y dobló hacia sí las
estrellas
de los cielos garantizados. Ángel, a ti
también
te lo muestro, ¡ahí! Que en tu mirada se
ponga en pie,
finalmente salvado, ahora finalmente
erguido. Columnas,
pilonos, la esfinge, la ambiciosa
resistencia gris,
en la ciudad que se desvanece, o en la
extranjera, de la catedral.
¿No fue esto un milagro? ¡Maravíllate, Oh
Ángel, pues eso
somos nosotros, nosotros! ¡Oh tú, el
grande, cuéntalo!:
que nosotros fuimos capaces de algo así, mi
aliento
no alcanza para celebrarlo. De modo que, a
pesar de todo,
no hemos desperdiciado los espacios, estos
generosos
espacios nuestros. (Qué terriblemente
grandes deben ser,
para que en milenios nuestro sentimiento no
los colmara.)
Pero una torre fue grande, ¿no es cierto?
Oh ángel,
lo fue. ¿Fue grande, aun junto a ti?
Chartres fue
grande, y la música llegó más lejos aun y
nos sobrepasó.
Sin embargo, incluso solamente una amante,
Oh, sola
en la ventana nocturna. ¿Te llegaba
siquiera
a la rodilla? No creas que estoy
cortejando, ángel,
¡y aun si te cortejara! No vienes. De modo
que mi
llamada es siempre totalmente de ida;
contra corriente
tan vigorosa no puedes andar. Como un brazo
extendido
es mi llamada. Y su mano, abierta hacia
arriba
para alcanzar, permanece ante ti, abierta,
como defensa y como advertencia,
inasible, lejos allá arriba.
- OCTAVA ELEGÍA -
Con todos los ojos ve la criatura
lo abierto. Pero nuestros ojos están
como al revés, y completamente en torno
suyo,
la cercan como trampas, alrededor de su
libre salida.
Sólo sabemos lo que hay afuera por la cara
del animal,
pues ya desde el principio volteamos al
niño
y lo forzamos a que vea de espaldas la
creación,
no lo abierto, que en la mirada animal es
tan profundo.
Libre de la muerte. Sólo nosotros la vemos;
el libre animal tiene su final siempre
detrás
y delante de sí a Dios, y cuando anda, anda
en la eternidad, como andan las fuentes.
Nunca tenemos, ni siquiera un solo día, el
espacio puro
delante de nosotros, donde las flores se
abren
interminablemente. Siempre está el mundo,
y nunca ninguna parte sin no: la pura, la
no vigilada,
la que uno respira e interminablemente
conoce y no
anhela. De niño se pierde uno
tranquilamente en ella
y nos despiertan a sacudidas. O alguien
muere y ya.
Porque cerca de la muerte uno ya no ve a la
muerte,
y mira fijamente hacia afuera, quizás con
gran mirada
animal. Los amantes --si no estuviera el
otro,
que obstruye la vista-- se acercan y se
asombran.
Como por equivocación, está abierto para
ellos detrás
del otro. Pero ninguno avanza y el mundo se
queda
de nuevo para él. Siempre vueltos hacia la
creación,
vemos solamente sobre ella el reflejo de lo
libre,
oscurecido por nosotros. O que un animal,
mudo, alza
los ojos tranquilamente y ve a través y a
través de nosotros.
Esto se llama destino. Estar en frente y
nada más que eso,
y siempre en frente.
Si existiera una conciencia como la nuestra
en el seguro
animal que viene hacia nosotros en otra
dirección,
nos volcaría con su paso. Pero su ser es
para él
infinito, inasible, no tiene vista hacia su
condición; es
puro, tal como su mirada abierta hacia
delante. Y donde
nosotros vemos el futuro, ahí él ve el
todo, y a sí mismo
en el todo, y salvado para siempre.
Y sin embargo hay en el vigilante, cálido
animal
el peso y la inquietud de una gran
melancolía.
Pues él también siempre lleva consigo lo
que a nosotros
con frecuencia nos abruma, el recuerdo,
como si el sitio hacia donde corremos como
impelidos,
alguna vez hubiera estado más cerca,
hubiese sido más
leal, su contacto infinitamente tierno.
Aquí todo
es distancia, allá todo era aliento.
Después
de su primer hogar el segundo es para él
híbrido
y mudable. Oh, santidad de la criatura
pequeña,
que permanece siempre en el vientre que la
parió.
Oh, suerte del mosquito, que aun adentro
retoza,
incluso en sus bodas: pues el vientre es
todo.
Y mira, la media seguridad del pájaro que,
desde
su origen, casi conoce ambas cosas, como si
fuera un alma
de los etruscos, salida de un muerto, a
quien
un espacio acogió, pero con la figura
yacente como tapa.
Y qué perplejo está quien debe volar, y
proviene
de un vientre. Como espantado de sí mismo,
zigzaguea
en el aire, como cuando una grieta se abre
en una taza.
Así cruza el rastro del murciélago la
porcelana del anochecer.
Y nosotros: siempre espectadores, en todas
partes,
¡vueltos hacia el todo, nunca hacia afuera!
El todo
nos colma. Lo ordenamos. Se desintegra. Lo
volvemos
a ordenar y nos desintegramos nosotros
mismos.
¿Quién nos ha volteado así, que hagamos lo
que hagamos,
mantenemos la actitud de alguien que se va?
Como quien,
desde la última colina, que le muestra una
vez más todo
su valle, voltea, se detiene, permanece un
momento,
así vivimos nosotros, y siempre nos estamos
despidiendo.
- NOVENA ELEGÍA -
¿Por qué, si es posible llevar el plazo de
la existencia
como un laurel, un poco más verde que todo
lo otro verde, con pequeñas ondulaciones en
la orilla
de cada hoja (como una sonrisa del viento):
por qué,
entonces, tener que ser humanos --y,
evitando el
destino, anhelar destino?
Oh, no porque haya felicidad,
esa prematura ganancia de una pérdida
cercana.
No por curiosidad, ni como ejercicio del
corazón,
que también pudiera estar en el laurel.
Sino porque es mucho estar aquí, y porque
al parecer nos
necesita todo lo de aquí, lo fugaz, de
manera extraña
nos concierne. A nosotros, los más fugaces.
Todo una
vez, sólo una. Una vez y nada más. Y
nosotros también
una vez. Nunca otra. Pero este
haber sido una vez, aunque sea una sola:
haber sido terrenal, no parece revocable.
Y así nos urgimos y queremos llevarlo a
cabo,
queremos contenerlo en nuestras simples
manos,
en nuestra mirada cada vez más colmada y en
el corazón
atónito. Queremos llegar a serlo. ¿Dárselo
a quién? Mejor
consérvalo todo para siempre. Ah, por el
otro lado,
ay, ¿qué se lleva uno más allá? No la
mirada, la aquí
lentamente aprendida, ni nada de lo que
ocurrió aquí.
Ninguna cosa. Entonces, los dolores.
Entonces sobre todo
la pesadumbre, entonces la larga
experiencia del amor;
entonces lo puramente indecible. Pero
luego, bajo
las estrellas, ¿qué ha de ser de eso? Ellas
son mejores
inefables. Pues bajando por la falda de la
montaña,
el caminante tampoco trae al valle un
puñado de tierra,
la inefable para todos, sino una palabra
ganada, pura,
la genciana amarilla y azul. ¿Acaso estamos
aquí
para decir: casa, puente, fuente, puerta,
jarra, árbol
frutal, ventana; a lo más: columna, torre? Sino
para decir, compréndelo, Oh para decirlo
así, como
íntimamente las cosas mismas nunca creyeron
serlo. ¿No es
la secreta astucia de esta callada tierra,
cuando
impulsa a los amantes, que en su
sentimiento, todas
y cada una de las cosas se arroben?
Umbral: ¿qué es para dos
amantes, gastar su propio, viejo umbral de
la puerta
un poco, también ellos, después de los
muchos
que los precedieron y antes de los
venideros? Poca cosa.
Aquí está el tiempo de lo decible, aquí su
patria.
Habla y confiesa. Más que nunca
van cayéndose las cosas, las que podemos
vivir, pues
lo que las sustituye, desplazándolas, es un
hacer sin imagen.
Actuar bajo costras, que por sí mismas
revientan,
tan pronto por dentro la actividad las
rebasa y se limita
de otra manera. Entre los martillos
persiste
nuestro corazón, como entre los dientes
la lengua, que sin embargo
continúa alabando.
Alabe el mundo al ángel. No el mundo
inefable. Ante
el ángel no puedes jactarte de tu sentir
esplendoroso;
en el universo, donde él, más sensible,
siente, eres
un novato. Por esto, muéstrale lo sencillo,
lo configurado de generación en generación,
lo que
como cosa nuestra vive junto a la mano y en
la mirada.
Dile las cosas. Se quedará más asombrado,
como
lo estuviste tú junto al cordelero en Roma
o al alfarero
en el Nilo. Muéstrale qué feliz puede ser
una cosa, qué
libre de culpa y qué nuestra; cómo el
propio dolor
que se queja se encamina, puro, hacia la
forma, sirve
como una cosa, o muere en una cosa --y
felizmente escapa
del violín, rumbo al otro lado. Y estas
cosas, que viven
en el camino de salida, entienden que las
alabas;
pasajeras, nos creen algo que salva, a
nosotros, los más
pasajeros. Quieren que las transformemos
por completo,
dentro del corazón invisible, ¡en --Oh,
infinitamente--
nosotros!, quienesquiera que finalmente
seamos.
Tierra, ¿no es esto lo que quieres:
invisible
resurgir en nosotros? ¿No es tu sueño
ser alguna vez invisible? ¡Tierra!
¡Invisible!
¿Cuál, si no la transformación, es tu
misión urgente?
Tierra, tú, amada, yo quiero. Oh, créeme:
no necesitas
más de tus primaveras para ganarme para ti,
una,
ay, una sola es ya demasiado para la
sangre.
Sin palabras estoy por ti decidido, desde
hace mucho.
Siempre tuviste razón, y tu idea santa
es la muerte íntima.
Mira, yo vivo. ¿De dónde? Ni la infancia ni
el futuro
son menos. Existencia de sobra
me mana en el corazón.
- DÉCIMA ELEGÍA -
Que un día, a la salida de esta visión
feroz, eleve yo
mi canto de júbilo y gloria hasta los
ángeles, que asentirán.
Que de los claros martillazos del corazón,
ninguno
golpee mal en cuerdas flojas, dudosas o que
se rompan.
Que mi rostro fluido me haga más
resplandeciente:
que el llanto imperceptible florezca. Oh,
entonces, cómo
me serán queridas ustedes, noches de aflicción.
Cómo no me arrodillé más ante ustedes,
hermanas
inconsolables, para recibirlas; cómo no me
abandoné
a mí mismo, más suelto todavía, en su
suelto cabello.
Nosotros, derrochadores de dolores. Cómo
por anticipado
los divisamos en la triste duración: por si
tal vez
tienen final. Pero ellos son, desde luego,
nuestro
follaje de invierno, nuestro oscuro verde
perenne,
--uno de los tiempos del año secreto, no
sólo tiempo--;
son lugar, asentamiento, lecho, suelo,
domicilio.
Por cierto, ay, qué extrañas son las
callejuelas
de la Ciudad del Dolor, donde en el falso
silencio,
fuerte, hecho de gritería, lo que ha sido
vertido
del molde del vacío alardea: el dorado
estrépito,
el monumento estallante. Oh, cómo un ángel
les aniquilaría, sin dejar rastro, el
mercado
de consuelos, al que la iglesia rodea, la
que compraron
prefabricada: limpia, cerrada y desengañada
como
una oficina de correos en domingo. Fuera,
en cambio, cómo
se encrespan las orillas de la feria.
¡Columpios
de la libertad! ¡Buzos y malabaristas del
afán!
Y el tiro al blanco de la felicidad
acicalada,
con figuritas, donde los blancos se
tambalean
como de hojalata cuando son alcanzados por
un tirador
más atinado. Del aplauso hacia el azar,
sigue él,
a traspiés; pues se anuncian puestos de
todo tipo
de curiosidades, tocan al tambor y chillan.
Pero hay
para los adultos algo más especial que ver:
cómo
se multiplica el dinero, anatómicamente, no
sólo
por diversión: el órgano genital del
dinero, todo,
el conjunto, el procedimiento, esto
instruye y hace
fértil.
Oh, pero ahí junto, afuera, detrás de
las últimas palizadas, tapizadas de
anuncios
de "Sin Muerte", de esa amarga
cerveza, que parece dulce
a sus bebedores, siempre y cuando mastiquen
con ella
diversiones frescas, exactamente a espaldas
de las palizadas, exactamente detrás, está
lo real.
Los niños juegan, los amantes se toman uno
al otro,
apartados, con seriedad, en la pobre
hierba, y los perros
tienen la naturaleza. El muchacho es
atraído más allá;
quizás ama a una joven Lamentación... Tras
ella va
por praderas. Ella dice: --Lejos. Vivimos
allá afuera.
--¿Dónde? Y el muchacho sigue. Ella lo
conmueve con su
actitud. El hombro, el cuello, quizás ella
es de noble
origen. Pero la deja, se da la vuelta, mira
en torno,
hace una seña. ¿Qué se ha de hacer? Ella es
una
Lamentación.
Sólo los muertos jóvenes, en la primera
condición
de serenidad atemporal, la deshabituación,
la siguen
con amor. Ella aguarda a las chicas y se
hace amiga
de ellas. Silenciosamente les muestra lo
que lleva
consigo. Perlas de dolor y los finos velos
de la tolerancia. Con los muchachos camina
en silencio.
Pero ahí, donde viven, en el valle, una
Lamentación,
una de las más ancianas, se encarga del
muchacho, cuando
él pregunta: --Nosotras éramos, dice ella,
una
gran familia, nosotras, las lamentaciones.
Los padres
trabajaban en la minería, ahí en la gran
montaña:
entre los hombres, a veces encuentras un
pedazo
de dolor original, pulimentado, o lascas de
ira
petrificada del viejo volcán. Sí, esto
venía de ahí.
Alguna vez fuimos ricas.
Y ella lo conduce ligeramente a través del
amplio paisaje
de las lamentaciones, le muestra las
columnas
de los templos y las ruinas de los
castillos, desde donde
antiguamente, los príncipes de las
lamentaciones
con sabiduría gobernaban el país. Le
muestra los altos
árboles de las lágrimas y los campos de la
florida
melancolía. (Los vivos sólo la conocen como
follaje
tierno.) Le muestra los animales del duelo,
paciendo,
y a veces, un pájaro se espanta, y traza en
el espacio,
volando bajo, frente a ellos, de través, al
ras
de su mirada, la imagen escrita de su grito
solitario.
Al atardecer lo lleva a las tumbas de los
ancianos
de la familia de las lamentaciones, las
sibilas
y los señores del consejo. Pero se acerca
la noche,
así que caminan más quedo, y pronto se
levanta, lleno
de luna, el monumento funerario, que vela
sobre todas
las cosas. Es hermano de aquélla del Nilo,
la sublime
esfinge: rostro de la cámara callada. Y se
asombran ante
la cabeza coronada, que para siempre,
silenciosamente,
ha puesto el rostro de los hombres sobre la
balanza de las estrellas.
Los ojos del muchacho no la aprehenden,
todavía
en el vértigo de la muerte temprana. Pero
la mirada
de la esfinge, desde detrás del borde del
pschent,
espanta al búho. Y rozándola en lento
frotamiento
a lo largo de la mejilla, la de redondez
más madura,
el búho dibuja suavemente en su nuevo oído
de muerto,
sobre una hoja doble, abierta, el contorno
indescriptible.
Y más arriba, las estrellas. Nuevas. Las
estrellas
del país del dolor. Lentamente las nombra
la Lamentación:
"Mira, aquí: el Jinete, el Bastón, y a
la constelación
más llena la llaman: Corona de Frutos.
Luego, más allá,
hacia el polo: Cuna, Camino, el Libro
Ardiente, Títere,
Ventana. Pero en el cielo del sur, pura
como en la palma
de una mano bendita, la clara M
resplandeciente,
que significa las Madres.
Pero el muerto debe avanzar, y en silencio
la anciana
Lamentación lo lleva hasta el barranco
donde resplandece la luna:
la Fuente de la Alegría. Con veneración
ella la nombra, dice: "Entre los hombres
es una corriente que arrastra".
Están al pie de la montaña
y ahí ella lo abraza, llorando.
Sube él, solitario, hacia los montes del
dolor original.
Y ni siquiera una vez su paso resuena desde
el destino mudo.
Pero si despertaran en nosotros un símbolo,
ellos,
los interminablemente muertos, mira,
señalarían quizás
los amentos de los avellanos vacíos,
colgantes,
o pensarían en la lluvia, que cae sobre el
suelo oscuro en primavera.
Y nosotros, que pensamos en la dicha
creciente,
sentiríamos la emoción
que casi nos consterna
cuando algo dichoso cae.
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