Ahí está él, el mar, la más
ininteligible de las existencias no humanas. Y aquí está la mujer, de pie en la
playa, el más ininteligible de los seres vivos. Como el ser humano un día hizo una
pregunta sobre sí mismo, se volvió el más ininteligible de los seres vivos.
Ella y el mar.
Sólo podría haber un encuentro de
sus misterios si uno se entregara al otro: la entrega de dos mundos incognoscibles
hecha con la confianza con que se entregarían dos comprensiones.
Ella mira el mar, es lo que puede
hacer. Él sólo está delimitado para ella por la línea del horizonte, es decir,
por su incapacidad humana de ver la curvatura de la tierra.
Son las seis de la mañana. Sólo
un perro suelto vacila en la playa, un perro negro. ¿Por qué es que un perro es
tan libre? Porque es el misterio vivo que no se indaga. La mujer vacila porque
va a entrar.
Su cuerpo se consuela con su
propia exigüidad en relación a la amplitud del mar porque es la exigüidad del
cuerpo la que le permite mantenerse caliente y es esa exigüidad la que la
vuelve pobre y libre, con su parte de libertad de perro en la arena. Ese cuerpo
entrará en el frío ilimitado que sin rabia ruge en el silencio de las seis de
la mañana. La mujer no lo sabe, pero está cumpliendo una resolución. Con la
playa vacía, a esa hora de la mañana, no tiene el ejemplo de otros humanos que
transforme la entrada en el mar en el simple juego liviano de vivir. Está sola.
El mar salado no está solo porque es salado y grande, y eso es una realización.
A esa hora, ella se conoce todavía menos de lo que conoce al mar. Su coraje es
el de, no conociéndose, no obstante proseguir. No conocerse es fatal, y no
conocerse exige coraje.
Va entrando. El agua salada es de
un frío tal que le eriza en ritual las piernas. Pero una alegría fatal —la
alegría es una fatalidad— ya la atrapó, aunque ni se le ocurre sonreír. Por el
contrario, está muy seria. El olor a marejada embriagadora la despierta de sus
más adormecidos sueños seculares. Y ella ahora está alerta, incluso sin pensar.
La mujer es ahora compacta y leve y aguda –y se abre camino en la gelidez que,
líquida, se le opone y al mismo tiempo la deja entrar, como en el amor, en el
que la oposición puede ser un pedido.
El andar lento aumenta su coraje
secreto. Y de repente se deja cubrir por la primera ola. La sal, el yodo, todo
líquido, la dejan ciega por unos instantes, escurriéndose toda —espantada, fertilizada.
Ahora el frío se transforma en frígido.
Avanzando, ella abre el mar por la mitad. Ya no necesita coraje, ahora ya es
antigua en el ritual. Sumerge la cabeza dentro del brillo del mar y emerge una
cabellera que se escurre sobre los ojos salados que arden. Juega con la mano en
el agua, pausada, los cabellos al sol ya se están endureciendo de sal. Con el
cuenco de las manos hace lo que siempre hizo en el mar, y con la altivez de los
que nunca darán explicaciones, ni siquiera a sí mismos: con el cuenco de las
manos lleno de agua, bebe a grandes tragos, buenos.
Era eso lo que le estaba faltando:
el mar por dentro, como el líquido espeso de un hombre. Ahora ella es igual a
sí misma. La garganta alimentada se cierra por la sal, los ojos enrojecen por
el sol, las olas suaves la golpean y vuelven, porque ella es una escollera compacta.
Se sumerge de nuevo, de nuevo
bebe más agua, ahora sin avidez, porque ya no la necesita. Es la amante que
sabe que volverá a tenerlo todo. El sol se abre más y la eriza al secarla, ella
vuelve a zambullirse: está cada vez menos ávida y menos aguda. Ahora sabe lo
que quiere. Quiere estar de pie, quieta en el mar. Y así se queda. Como contra
los flancos de un barco, el agua golpea, vuelve, golpea. La mujer no recibe
transmisiones. No necesita comunicarse.
Después, camina dentro del agua,
de regreso a la playa. No está caminando sobre las aguas —ah, nunca haría eso
después de que hace milenios ya anduvieron sobre las aguas— pero nadie le quita:
caminar dentro de las aguas. A veces el mar le opone resistencia, empujándola con
fuerza hacia atrás, pero entonces la proa de la mujer avanza un poco más dura y
áspera.
Y ahora pisa la arena. Sabe que está
brillante de agua, y de sal y de sol. Aunque lo olvide de aquí a unos minutos,
nunca podrá perder todo eso. Y sabe de algún modo oscuro que sus cabellos
escurridos son los de un náufrago. Porque sabe, sabe que corrió un peligro. Un
peligro tan antiguo como el ser humano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario