Uno pasa imperceptiblemente de una escena, de una edad, una
vida a otra. De repente, al caminar por una calle, bien sea real o soñada, uno
se da cuenta por primera vez de que los años han volado, de que todo esto ha
pasado ya para siempre y que sólo permanecerá en el recuerdo; y entonces el
recuerdo se mete más adentro con una extraña y absorta brillantez, y uno repasa
esas escenas y esos acontecimientos perpetuamente; en sueños y meditaciones,
mientras camina por una calle, mientras se acuesta con una mujer, mientras lee
un libro, mientras habla con un desconocido. De repente, pero siempre con una
extraordinaria exactitud, estos recuerdos se entrometen, surgen como fantasmas,
y penetran en cada fibra del propio ser. En lo sucesivo, todo se mueve en
niveles cambiantes: nuestros pensamientos, nuestros sueños, nuestras acciones,
nuestra vida entera. Un paralelogramo en el que caemos desde una a otra
plataforma de nuestro escenario. De aquí en adelante caminamos divididos en
millares de fragmentos, como un insecto con cien pies, un ciempiés con
movimientos suaves y ondulantes que se embebe en la atmósfera; caminamos con
filamentos sensibles que se embeben ávidamente del pasado y del futuro, y todo
se derrite en músicas y penas; caminamos contra un mundo unido, afirmando
nuestro desacuerdo. Cuando caminamos, todas las cosas se rompen con nosotros en
millares de fragmentos iridiscentes. La fragmentación de la madurez. El gran
cambio. En la juventud, éramos íntegros y el terror y el dolor del mundo nos
penetraron por completo. No había una clara separación entre la alegría y el
pesar: se fundían en una sola cosa, al igual que nuestras horas de lucidez se
funden con el sueño y el dormir. Nos levantamos por la mañana siendo unos
seres, y por la noche, completamente ahogados, bajamos a un mar empuñando las
estrellas y la fiebre del día.
Y entonces llega un momento en que, de repente, todo parece
de revés. Vivimos en la mente, en ideas, en fragmentos. Y no nos embebemos más
en la salvaje y lejana música de las calles: solamente recordamos. Como un
monomaníaco, revivimos el drama de la juventud. Como una araña que recoge el
hilo repetidamente y lo arroja según algún obsesivo, logarítmico modelo.
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