Cuando todavía no había
nacido, cuando todavía no había encerrado mi vida en una atadura y lo que iba a
ser imborrable todavía no había empezado a ser inscrito; cuando no pertenecía a
nada de lo que existe, cuando no había sido concebido, ni era concebible,
cuando ese azar hecho de precisiones infinitamente minúsculas ni había empezado
su acción; cuando no era ni del pasado ni del presente, ni, sobre todo, del
futuro; cuando no era; cuando no podía ser: detalle que no podía percibir,
semilla mezclada en la semilla, simple posibilidad que una nada bastaba para
desviar de su camino. Yo, o los otros. Hombre o mujer, o caballo, o abeto, o
estafilococo dorado. Cuando no era nada, porque ni era la negación de algo, ni
aun una ausencia, ni aun una imaginación. Cuando mi semilla vagaba sin forma ni
futuro, semejante en la inmensa noche a otras semillas que no han cuajado.
Cuando era aquél de quien se alimentan y no el que se alimenta, el que compone
y no el que es compuesto. No estaba muerto. No estaba vivo. Sólo existía en el
cuerpo de los otros, y sólo podía por la fuerza de los otros. El destino no era
mi destino. Por sacudimientos microscópicos, a lo largo del tiempo, lo que era
sustancia oscilaba tomando los caminos más diferentes. ¿En qué momento se
desencadenó el drama para mí? ¿En qué cuerpo de hombre o de mujer, en qué
planta, en qué pedazo de roca empecé mi camino hacia mi rostro?
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