Uno siempre escribe, en el fondo, no sólo para escribir el
último libro de su obra sino, de una manera muy delirante –y ese delirio,
creo, está presente en el gesto más mínimo de la escritura–, para escribir el
último libro del mundo. A decir verdad, lo que uno está escribiendo en el
momento en que lo escribe, la última frase de la obra que uno culmina, es también
la última frase del mundo, de manera que después no haya más nada que decir.
Hay una voluntad paroxística de agotar el lenguaje en la menor frase. Esto sin
duda está ligado al desequilibrio existente entre el discurso y la lengua. La
lengua es aquello con lo cual se puede construer una cantidad absolutamente
infinita de frases y de enunciados. El discurso, por el contrario, por largo,
por difuso que sea, por flexible, por atmosférico, por protoplasmático, por
suspendido a su porvenir que uno pueda imaginarlo, siempre es finito, siempre
limitado. Jamás se llegará al fondo de la lengua con un discurso, por largo que
se lo pueda imaginar. Esta inagotabilidad de la lengua que siempre mantiene al
discurso en suspenso sobre un porvenir que jamás concluirá es realmente otra
manera de experimentar la obligación de escribir. Uno escribe para llegar al
fondo de la lengua, para llegar por consiguiente al fondo de todo lenguaje
posible, para cerrar por fin mediante la plenitude del discurso la infinidad
vacía de la lengua. Y támbién esto donde se verá que escribir es muy diferente
de hablar. También se escribe para dejar de tener una cara, para ocultarse uno
mismo bajo su propia escritura. Se escribe para que la vida que se tiene
alrededor, al lado, afuera, lejos de la hoja de papel, esa vida que no es
divertida sino aburrida y llena de preocupaciones, que está expuesta a los
otros, se absorba en ese pequeño rectángulo de papel que se tiene bajo los ojos
y del que uno es dueño. Escribir, en el fondo, es tratar de hacer que se
deslice, por los canales misteriosos de la pluma y la escritura, toda la
sustancia, no sólo de la existencia, sino del cuerpo, en esas huellas minúscula
que se depositan sobre el papel. No ser más , en cuanto a vida, que ese
garabato a la vez muerto y charlatán que uno depositó en la hoja blanca, es en
eso que se sueña cuando se escribe. Pero uno jamás llega a esa fusión del
bullicio de la vida en el bullicio inmóvil de las letras. La vida siempre
vuelve a empezar fuera del papel, siempre prolifera, continua, nunca llega a
fijarse en ese pequeño rectángulo, nunca el pesado volumen del cuerpo llega a
desplegarse en la superficie del papel, nunca se pasa a ese universo de dos
dimensiones, a esa línea pura del discurso, nunca se llega a hacerse lo bastante
delgado y lo bastante sutil para no ser otra cosa que la linealidad de un
texto, y sin embargo es a eso a lo que uno querría llegar. Entonces no se deja
de intentar, de reunicia, de confiscarse a uno mismo, de deslizarse en el
embudo de la pluma y de la escritura, tarea infinita, tarea a la que uno está
consagrado. Uno se sentiría justificado si no existiera más que en ese
minúsculo estremecimiento, esa ínfima rascadura que se fija y que es, entra la
punta del portaplumas y la superficie blanca de la hoja, el punto, el sitio
frágil, el momento inmediatamentedesaparecidodonde se inscribe una marca
finalmente fijada, definitivamente establecida, legible solamente por los otros
y que ha perdido toda posibilidad de tener conciencia de ella misma. Esa especie
de suspensión, de mortificación de sí en el pasaje a los signos, es carácter de
obligación. Obligación sin placer, pero después de todo, cuando escapar a una
obligación lo entrega a la angustia, cuando infringer la ley lo deja en la
mayor inquietude, en el mayor desasosiego, ¿acaso la obligación a esta ley no
es la mayor forma de placer? Obedecer a esa obligación de la que no se sabe ni
de dónde viene ni cómo se impuso a usted, obedecer a esa ley, sin duda
narcisista, que le pesa y lo domina por todos lados, creo que es el placer de
escribir.
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