Por Martha Isabel Moia.
M.I.M. Hay, en tus
poemas, términos que considero emblemáticos y que contribuyen a conformar tus
poemas como dominios solitarios e ilícitos como las pasiones de la infancia,
como el poema, como el amor, como la muerte. ¿Coincidís conmigo en que términos
como jardín, bosque, palabra, silencio, errancia, viento, desgarradura y noche,
son, a la vez, signos y emblemas?
A.P. Creo que en mis
poemas hay palabras que reitero sin cesar, sin tregua, sin piedad: las de la
infancia, las de los miedos, las de la muerte, las de la noche de los cuerpos.
0, más exactamente, los términos que designas en tu pregunta serían signos y
emblemas.
M.I.M. Empecemos por
entrar, pues, en los espacios más gratos: el jardín y el bosque.
A.P. Una de las frases
que más me obsesiona la dice la pequeña Alice en el País de las Maravillas: “Sólo
vine a ver el jardín”. Para Alice y para mí, el jardín sería el lugar de la
cita o, dicho con las palabras de Mircea Eliade, el centro del mundo. Lo cual
me sugiere esta frase: “El jardín es verde en el cerebro”. Frase mía que me
conduce a otra siguiente de Georges Bachelard, que espero recordar fielmente: “El
jardín del recuerdo sueño, perdido en un más allá del pasado verdadero”.
M.I.M. En cuanto a tu
bosque, se aparece como sinónimo de silencio. Mas yo siento otros significados.
Por ejemplo, tu bosque podría ser una alusión a lo prohibido, a lo oculto.
A.P. ¿Por qué no? Pero
también sugeriría la infancia, el cuerpo, la noche.
M.I.M. ¿Entraste alguna
vez en el jardín?
A.P. Proust, al analizar
los deseos, dice que los deseos no quieren analizarse sino satisfacerse, esto
es: no quiero hablar del jardín, quiero verlo. Claro es que lo que digo no deja
de ser pueril, pues en esta vida nunca hacemos lo que queremos. Lo cual es un
motivo más para querer ver el jardín, aun si es imposible, sobre todo si es
imposible.
M.I.M. Mientras
contestabas a mi pregunta, tu voz en mi memoria me dijo desde un poema tuyo: mi
oficio es conjurar y exorcizar.
A.P. Entre otras cosas,
escribo para que no suceda lo que temo; para que lo que me hiere no sea; para
alejar al Malo (cf. Kafka). Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En
este sentido, el quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además,
reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura.
Porque todos estamos heridos.
M.I.M. Entre las variadas
metáforas con las que configuras esta herida fundamental recuerdo, por la
impresión que me causó, la que en un poema temprano te hace preguntar por la bestia
caída de pasmo que se arrastra por mi sangre. Y creo, casi con certeza, que el
viento es uno de los principales autores de la herida, ya que a veces se
aparece en tus escritos como el gran lastimador.
A.P. Tengo amor por el
viento aun si, precisamente, mi imaginación suele darle formas y colores
feroces. Embestida por el viento, voy por el bosque, me alejo en busca del
jardín.
M.I.M. ¿En la noche?
A.P. Poco sé de la noche
pero a ella me uno. Lo dije en un poema: Toda la noche hago la noche. Toda la
noche escribo. Palabra por palabra yo escribo la noche.
M.I.M. En un poema de
adolescencia también te unís al silencio.
A.P. El silencio: única
tentación y la más alta promesa. Pero siento que el inagotable murmullo nunca
cesa de manar (Que bien sé yo do mana la fuente del lenguaje errante). Por eso
me atrevo a decir que no sé si el silencio existe.
M.I.M. En una suerte de
contrapunto con tu yo que se une a la noche y aquel que se une al silencio, veo
a “la extranjera”; “la silenciosa en el desierto”; “la pequeña viajera”; “mi
emigrante de sí”; la que “quería entrar en el teclado para entrar adentro de la
música para tener una patria”. Son éstas, tus otras voces, las que hablan de tu
vocación de errancia, la para mí tu verdadera vocación, dicho a tu manera.
A.P. Pienso en una frase
de Trakl: “Es el hombre un extraño en la tierra”. Creo que, de todos, el poeta
es el más extranjero. Creo que la única morada posible para el poeta es la
palabra.
M.I.M. Hay un miedo tuyo
que pone en peligro esa morada: el no saber nombrar lo que no existe. Es
entonces cuando te ocultás del lenguaje.
A.P. Con una ambigüedad
que quiero aclarar: me oculto del lenguaje dentro del lenguaje. Cuando algo
incluso la nada tiene un nombre, parece menos hostil. Sin embargo, existe en mí
una sospecha de que lo esencial es indecible.
M.I.M. ¿Es por esto que
buscas figuras que se aparecen vivientes por obra de un lenguaje activo que las
aluden?
A.P. Siento que los
signos, las palabras, insinúan, hacen alusión. Este modo complejo de sentir el
lenguaje me induce a creer que el lenguaje no puede expresar la realidad; que
solamente podemos hablar de lo obvio. De allí mis deseos de hacer poemas
terriblemente exactos a pesar de mi surrealismo innato y de trabajar con
elementos de las sombras interiores. Es esto lo que ha caracterizado a mis
poemas.
M.I.M. Sin embargo, ahora
ya no buscás esa exactitud.
A.P. Es cierto; busco que
el poema se escriba como quiera escribirse. Pero prefiero no hablar del ahora
porque aún está poco escrito.
M.I.M. ¡A pesar de lo
mucho que escribís!
A.P. ...
M.I.M. El no saber
nombrar se relaciona con la preocupación por encontrar alguna frase enteramente
tuya. Tu libro Los trabajos y las noches es
una respuesta significativa, ya que en él son tus voces las que hablan.
A.P. Trabajé arduamente
en esos poemas y debo decir que al configurarlos me configuré yo, y cambié.
Tenía dentro de mí un ideal de poema y logré realizarlo. Sé que no me parezco a
nadie (esto es una fatalidad). Ese libro me dio la felicidad de encontrar la
libertad en la escritura. Fui libre, fui dueña de hacerme una forma como yo
quería.
M.I.M. Con estos miedos
coexiste el de las palabras que regresan. ¿Cuáles son?
A.P. Es la memoria. Me
sucede asistir al cortejo de las palabras que se precipitan, y me siento
espectadora inerte e inerme.
M.I.M. Vislumbro que el
espejo, la otra orilla, la zona prohibida y su olvido, disponen en tu obra el
miedo de ser dos, que escapa a los límites del döppelganger para incluir a
todas las que fuiste.
A.P. Decís bien, es el
miedo a todas las que en mí contienden. Hay un poema de Michaux que dice: “Je
suis; je parle á qui je fus et qui je fus me parlent. On n’est pas seul dans sa
peau”.
M.I.M. ¿Se manifiesta en
algún momento especial?
A.P. Cuando “la hija de
mi voz” me traiciona.
M.I.M. Según un poema
tuyo, tu amor más hermoso fue el amor por los espejos. ¿A quién ves en ellos?
A.P. A la otra que soy.
(En verdad, tengo cierto miedo de los espejos.) En algunas ocasiones nos
reunimos. Casi siempre sucede cuando escribo.
M.I.M. Una noche en el
circo recobraste un lenguaje perdido en el momento que los jinetes con
antorchas en la mano galopaban en ronda feroz sobre corceles negros. ¿Qué es
ese algo semejante a los sonidos calientes para mi corazón de los cascos contra
las arenas?
A.P. Es el lenguaje no
encontrado y que me gustaría encontrar.
M.I.M. ¿Acaso lo
encontraste en la pintura?
A.P. Me gusta pintar
porque en la pintura encuentro la oportunidad de aludir en silencio a las
imágenes de las sombras interiores. Además, me atrae la falta de mitomanía del
lenguaje de la pintura. Trabajar con las palabras o, más específicamente,
buscar mis palabras, implica una tensión que no existe al pintar.
M.I.M. ¿Cuál es la razón
de tu preferencia por “la gitana dormida” de Rousseau?
A.P. Es el equivalente
del lenguaje de los caballos en el circo. Yo quisiera llegar a escribir algo
semejante a “la gitana” del Aduanero porque hay silencio y, a la vez, alusión a
cosas graves y luminosas. También me conmueve singularmente la obra de Bosch,
Klee, Ernst.
M.I.M. Por último, te
pregunto si alguna vez te formulaste la pregunta que se plantea Octavio Paz en
el prólogo de El arco y la lira: “¿no
sería mejor transformar la vida en poesía que hacer poesía con la vida?”
A.P. Respondo desde uno
de mis últimos poemas: “Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis haciendo el
cuerpo del poema con mi cuerpo, rescatando cada frase con mis días y con mis
semanas, infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada letra de cada
palabra haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir”.