Siempre nace algo del hombre y la mujer que yacen juntos e intercambian las esencias de sus vidas. Siempre es arrastrada alguna semilla que se abre en el suelo de la pasión. Los vapores del deseo son la matriz del nacimiento del hombre, y a menudo en la embriaguez de las caricias se forja la historia, y la ciencia, y la filosofía. Una mujer, mientras cose, cocina, abraza, cubre, calienta, también sueña que el hombre que la posea será más que un hombre, será la figura mitológica de sus sueños, el héroe, el descubridor, el constructor. Porque allí donde se mezcla la semilla de hombre y mujer, dentro de las gotas de sangre que se entremezclan, los cambios que ocurren son los mismos que los de los grandes y caudalosos ríos de la herencia, que, además de transmitir los rasgos físicos, transmiten los rasgos del carácter de padre a hijo y a nieto. Recuerdos de experiencias son transmitidos por las mismas células que repitieron la forma de una nariz, una mano, el tono de una voz, el color de un ojo. Esos grandes y caudalosos ríos de la herencia transmitieron rasgos y llevaron sueños de un puerto a otro hasta su realización, y dieron a luz a personalidades nunca nacidas antes. No hay hombre ni mujer que sepa lo que nacerá en la oscuridad de su entreveramiento; tantas cosas además de niños, tantos partos invisibles, tantos intercambios de alma y carácter, tantos florecimientos de personalidades desconocidas, tantas liberaciones de tesoros ocultos, de fantasías soterradas.