1
No soy yo quien escucha
ese trote llovido que atraviesa mis venas.
No soy yo quien se pasa la lengua entre los labios,
al sentir que la boca se me llena de arena.
No soy yo quien espera,
enredado en mis nervios,
que las horas me acerquen el alivio del sueño,
ni el que está con mis manos, de yeso enloquecido,
mirando, entre mis huesos, las áridas paredes.
No soy yo quien escribe estas palabras huérfanas.
2
Debajo de la almohada
una mano,
mi mano,
que se agranda,
se agranda,
inexorablemente,
para emerger,
de pronto,
en la más alta noche,
abandonar la cama,
traspasar las paredes,
mezclarse con las sombras,
distenderse en las calles.
y recubrir los techos de las casas sonámbulas.
A través de mis párpados
yo contemplo sus dedos,
apacibles,
tranquilos,
de ciclópeas falanges;
los millares de ríos
zigzagueantes,
resecos
que recorren la palma desierta de esa mano,
desmesurada,
enorme,
adherida al insomnio,
a mi brazo,
a mi cuerpo el diminuto,
perdido a en medio de las sábanas;
sin explicarme cómo esa mano
es mi mano,
ni saber por qué causa se empeña en disminuirse.
3
Me asomo a los ladridos.
¿Qué hace este árbol despierto?
Las sombras no se apartan,
se aprietan a sus cuerpos.
No me agrada esta calma,
este silencio muerto,
sin carne,
puro hueso.
A través de la veta, mineral, de una nube,
aparece la luna.
Ya me lo sospechaba.
¿Qué hacer?
¿Qué hacer?
La miro.
Quiero ulular.
No puedo.
4
Y tú también
quejido,
inútil,
extraviado,
de tranvía ya loco
de trajes
y de horarios;
adentro de mis venas,
en mi tiempo,
en mis huesos,
mezclado a mi silencio,
a mi pulso,
a mi fiebre,
a todo lo que impregna
esta vigilia estéril,
con ritmo de gotera,
de persiana que se abre
y golpea, golpea,
aquí,
adentro de lo hueco,
donde estoy confinado,
recluido entre tendones,
asomado a los párpados,
entre azoteas,
ventanas
moribundos,
vajillas que se bañan,
rodeado de papeles,
de todo lo que sufre ,
mi presencia obstinada:
los libros,
la ceniza,
los lápices,
la silla,
el pelo y la dulzura
que se acerca y me mira,
la mesa
y el ropero,
con sus trajes ahorcados,
la cama que me espera
--el velamen tendido--
anclada en la penumbra,
¿en el sueño?,
¿en la vida?,
las cortinas,
la alfombra,
que miro y me entristece
cuando voy a sacarme,
con calma,
los botines,
y llega algún recuerdo
fragmentario,
perdido:
las plazas de mi infancia.
un camino,
una casa;
las manos
las caderas
las piernas amputadas
de mujeres diluidas
por las horas,
los ruidos,
que suelen detenerme,
de pronto
en la certeza
de haberlas poseído
entre muebles extraños;
mientras oigo la calle,
la noche que oscuramente muge,
como una vaca enferma,
al ir a cobijarse
en los grandes hangares
que orinan los inviernos,
mientras salen los trenes,
taciturnos,
quejosos,
que van hacia la aurora
desgarrando el silencio,
con un grito oxidado
que se mezcla a mis nervios,
a mi tinta,
a mi sangre.
5
La lluvia,
con frecuencia
penetra por mis poros,
ablanda mis tendones,
traspasa mis arterias,
me impregna,
poco a poco,
los huesos,
la memoria.
Entonces,
me refugio
en un rincón cualquiera
y estirado en el suelo
escucho,
durante horas,
el ritmo de las gotas
que manan de mi carne,
como de una gotera.
6
Buenas noches, lechuza.
Me agrada la presencia de tus ojos callados,
y ver pastar las sombras debajo de los árboles.
Pero hay algo esta noche,
desazonado,
hueco,
latente,
inexpresado.
¡Ah! Lechuza. Lechuza.
¡Si tuviese tu quena!...
¿Será el viento,
la sombra?
Está aquí.
En la nuca.
A mi espalda.
En tus ojos.
¡Por favor!
No te rías,
No te rías, lechuza.
7
La noche, navegando , como ayer,
como siempre,
por aguas de silencio,
de calma,
de misterio.
y el campo, las ciudades,
los árboles,
lo inmóvil,
rodando por el aire,
como ayer,
como siempre,
a miles de kilómetros,
hacia el sol,
hacia el día,
para seguir de nuevo,
sin descanso,
sin tregua,
el mismo derrotero
de oscuridad,
de estrellas,
¡Qué motivo de asombro!
¡Cuánta monotonía!
8
Un caballo y un coche.
¿Un coche muerto?
Más allá del silencio,
debajo del asfalto,
sobre las chimeneas,
en el aire,
en mis venas,
socavando la noche,
la angustia,
las paredes,
con su trote vacío,
con su ritmo de muerte.
Un caballo y un coche.
9
Solo,
con mi esqueleto,
mi sombra,
mis arterias,
como un sapo en su cueva,
asomado al verano,
entre miles de insectos
que saltan,
retroceden,
se atropellan,
fallecen;
en una delirante actividad sin rumbo,
inútil,
arbitraria,
febril,
idéntica a la fiebre
que sufren las ciudades.
Solo,
con la ventana
abierta a las estrellas,
entre árboles y muebles que ignoran mi existencia,
sin deseos de irme,
ni ganas de quedarme
a vivir otras noches,
aquí
o en otra parte,
con el mismo esqueleto,
y las mismas arterias,
como un sapo en su cueva
circundado de insectos.