Ser adulto significa justamente haber llegado a entender que no es en la tierra natal donde se ha nacido, sino en un lugar más grande, más neutro, ni amigo ni enemigo, desconocido, al que nadie podría llamar suyo y que no estimula el afecto sino la extrañeza, un hogar que no es espacial ni geográfico, ni siquiera verbal, sino más bien, y hasta donde esas palabras puedan seguir significando algo, físico, químico, biológico, cósmico, y del que lo invisible y lo visible, desde las yemas de los dedos hasta el universo estrellado, o lo que puede llegar a saberse sobre lo invisible y lo visible, forman parte, y que ese conjunto que incluye hasta los bordes mismos de lo inconcebible, no es en realidad su patria sino su prisión, abandonada y cerrada ella misma desde el exterior --la oscuridad desmesurada que errabundea, ígnea y gélida a la vez, al abrigo no únicamente de los sentidos, sino también de la emoción, de la nostalgia y del pensamiento.
Every phrase and every sentence is an end and a beginning.
Every poem an epitaph.
/ T.S.Eliot /
domingo, 28 de marzo de 2010
- Jorge Luis Borges -
Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.
No sé cuál de los dos escribe esta página.
No sé cuál de los dos escribe esta página.
sábado, 27 de marzo de 2010
- Silvina Ocampo - Ejércitos de la Oscuridad -
Desde la infancia veo en la oscuridad total de un cuarto, cuando estoy por dormirme, una suerte de raudo ejército azul y colorado que avanza en dirección a mí hasta que se pierde y vuelvo a recuperarlo en otro ángulo de la oscuridad, donde aparece para hacer la misma trayectoria. Me dirán que ese ejército podría ser un campo sembrado de jacintos, los hay rojos y los hay azules. Podría ser también el tablero de un juego con fichas vistosas, pero nunca se me ocurrió que pudiera ser otra cosa que un ejército de soldaditos vestidos de azul y de colorado que avanzan unidos como un solo soldado. Ese ejército fue siempre para mí el ejército de la noche. No sólo en la noche hay oscuridad, ya lo sé, pero de todos modos en el sitio en que lo vi con más frecuencia fue en la noche, que para mí es un sitio, el más importante del mundo. En el momento en que aparece el ejército de la noche pienso, recuerdo, elucubro ideas e imágenes que no reconozco durante el día. Y ese ejército de pequeñísimas ideas, de recuerdos, de imágenes de mi mente pugna por vivir y trata de matarme porque sus divisiones son a veces mansas como corderos o dulces como la miel, pero otras veces silban o gritan o manejan cuchillos y venenos, se agazapan en los infinitos laberintos inexplorados donde las pierdo de vista para volverlas a encontrar en el sitio donde las espero de nuevo: la oscuridad.
miércoles, 24 de marzo de 2010
- El Eternauta -
Era de madrugada, apenas las tres. No había ninguna luz en las casas de la vecindad: la ventana de mi cuarto de trabajo era la única iluminada. Hacía frío, pero a veces me gusta trabajar con la ventana abierta: mirar las estrellas descansa y apacigua el ánimo, como si uno escuchara una melodía muy vieja y muy querida. El único rumor que turbaba el silencio era el leve rozar de la pluma sobre el papel. De pronto…
“¿Y eso?”
De pronto un crujido. Un crujido en la silla enfrente mio, la silla que siempre ocupan los que vienen a charlar conmigo.
“Qué ruido más raro… Crujió igual como si alguien se hubiera sentado…”
-- Pero…
(Una figura comienza a materializarse en la silla frente al escritor. Al principio transparente, va tomando consistencia hasta que aparece un hombre sentado en la silla.)
-- Es como para creer en fantasmas…
Pero no, aquel hombre no tenía nada de fantasmal… Aquellas manos de piel algo rugosa, con las venas netamente marcadas, eran bien reales, bien de este mundo. También la ropa que vestía era algo concreto, tangible. Aunque de un material como nunca vi; no se parecía ni a la lana ni al algodón, ni al nylon ni a ningún otro plástico. Alcé los ojos, y mi mirada encontró la suya. Apartó los ojos, y por un momento miró los muebles, los libros, las fotos en la pared.
-- Estoy en la Tierra, supongo…
No atiné a contestarle. Tan extraña había sido su aparición. Pero volvió a mirarme y no sé porque me sentí raramente reconfortado. No he visto nunca mirada semejante. La mirada de un hombre que había visto tanto que había llegado a comprenderlo todo.
-- No necesitas contestarme, ya sé que estoy en la Tierra. A mitad del siglo XX, alrededor de 1957.
Esto último lo dijo mirando los libros sobre la mesa. Y las revistas: había un magazine de actualidad con la foto de Krushchev en la tapa.
-- Veo que escribes mucho… ¿Qué haces?
-- Este… soy guionista… guionista de historietas…
-- Guionista de historietas… esto sí que es una casualidad… Entre tantas otras casas, venir a dar justamente con esta…
-- Este… ¿quién eres tú?
-- Hum… no es fácil contestar esa pregunta… Podría darte centenares de nombres. Y no te mentiría: todos han sido míos. Pero quizá el que te resulte más comprensible sea el que me puso una especie de filósofo, de fines del siglo XXI… el “Eternauta” me llamó él… para explicar en una sola palabra mi condición de navegante del tiempo, de viajero de la eternidad. Mi triste y desolada condición de peregrino de los siglos. He tenido suerte al llegar aquí… presiento que, después de tanto tiempo podré descansar un poco… ¿Me darás un lugar, verdad? No necesito otra cosa que un rincón para reponerme… porque estoy cansado, terriblemente cansado. Y necesito descansar para poder seguir buscando… Porque eso es lo que hago siempre, buscar, buscar, buscar…
Había ahora angustia en la voz de antes tan serena. Pero mis pensamientos estaban concentrados en el problema que se me presentaba. Mi casa es pequeña, y no tengo lugar para huéspedes.
-- Sé lo que estás pensando. Antes de rechazarme, antes de decirme que no, déjame contarte mi historia. Cuando te la cuente, todo se te explicará, incluso esta extraña forma mía de aparecer. Y estoy seguro que querrás ayudarme… Escucha…
Escuché; todo el resto de aquella noche no hice otra cosa que escuchar. Tal como él lo dijo, cuando concluyó ya todo estaba claro. Tan claro como para llenarme de pavor. Tan claro como para sentir por él una enorme piedad. Pero no adelantaré nada: ¡Quiero dar a conocer la historia del Eternauta tal como él me la contó!
“¿Y eso?”
De pronto un crujido. Un crujido en la silla enfrente mio, la silla que siempre ocupan los que vienen a charlar conmigo.
“Qué ruido más raro… Crujió igual como si alguien se hubiera sentado…”
-- Pero…
(Una figura comienza a materializarse en la silla frente al escritor. Al principio transparente, va tomando consistencia hasta que aparece un hombre sentado en la silla.)
-- Es como para creer en fantasmas…
Pero no, aquel hombre no tenía nada de fantasmal… Aquellas manos de piel algo rugosa, con las venas netamente marcadas, eran bien reales, bien de este mundo. También la ropa que vestía era algo concreto, tangible. Aunque de un material como nunca vi; no se parecía ni a la lana ni al algodón, ni al nylon ni a ningún otro plástico. Alcé los ojos, y mi mirada encontró la suya. Apartó los ojos, y por un momento miró los muebles, los libros, las fotos en la pared.
-- Estoy en la Tierra, supongo…
No atiné a contestarle. Tan extraña había sido su aparición. Pero volvió a mirarme y no sé porque me sentí raramente reconfortado. No he visto nunca mirada semejante. La mirada de un hombre que había visto tanto que había llegado a comprenderlo todo.
-- No necesitas contestarme, ya sé que estoy en la Tierra. A mitad del siglo XX, alrededor de 1957.
Esto último lo dijo mirando los libros sobre la mesa. Y las revistas: había un magazine de actualidad con la foto de Krushchev en la tapa.
-- Veo que escribes mucho… ¿Qué haces?
-- Este… soy guionista… guionista de historietas…
-- Guionista de historietas… esto sí que es una casualidad… Entre tantas otras casas, venir a dar justamente con esta…
-- Este… ¿quién eres tú?
-- Hum… no es fácil contestar esa pregunta… Podría darte centenares de nombres. Y no te mentiría: todos han sido míos. Pero quizá el que te resulte más comprensible sea el que me puso una especie de filósofo, de fines del siglo XXI… el “Eternauta” me llamó él… para explicar en una sola palabra mi condición de navegante del tiempo, de viajero de la eternidad. Mi triste y desolada condición de peregrino de los siglos. He tenido suerte al llegar aquí… presiento que, después de tanto tiempo podré descansar un poco… ¿Me darás un lugar, verdad? No necesito otra cosa que un rincón para reponerme… porque estoy cansado, terriblemente cansado. Y necesito descansar para poder seguir buscando… Porque eso es lo que hago siempre, buscar, buscar, buscar…
Había ahora angustia en la voz de antes tan serena. Pero mis pensamientos estaban concentrados en el problema que se me presentaba. Mi casa es pequeña, y no tengo lugar para huéspedes.
-- Sé lo que estás pensando. Antes de rechazarme, antes de decirme que no, déjame contarte mi historia. Cuando te la cuente, todo se te explicará, incluso esta extraña forma mía de aparecer. Y estoy seguro que querrás ayudarme… Escucha…
Escuché; todo el resto de aquella noche no hice otra cosa que escuchar. Tal como él lo dijo, cuando concluyó ya todo estaba claro. Tan claro como para llenarme de pavor. Tan claro como para sentir por él una enorme piedad. Pero no adelantaré nada: ¡Quiero dar a conocer la historia del Eternauta tal como él me la contó!
- Charly García - Los Dinosaurios -
Los amigos del barrio pueden desaparecer.
Los cantores de radio pueden desaparecer.
Los que están en los diarios pueden desaparecer.
La persona que amas puede desaparecer.
Los que están en el aire pueden desaparecer en el aire.
Los que están en la calle pueden desaparecer en la calle.
Los amigos del barrio pueden desaparecer.
Pero los dinosaurios van a desaparecer.
No estoy tranquilo mi amor,
hoy es sábado a la noche,
un amigo está en cana.
Oh mi amor,
desaparece el mundo.
Si los pesados mi amor llevan todo ese montón
de equipaje en la mano.
Oh mi amor, yo quiero estar liviano.
Cuando el mundo tira para abajo
yo no quiero estar atado a nada.
Imaginen a los dinosaurios en la cama.
Los amigos del barrio pueden desaparecer.
Los cantores de radio pueden desaparecer.
Los que están en los diarios pueden desaparecer.
La persona que amas puede desaparecer.
Los que están en el aire pueden desaparecer en el aire.
los que están en la calle pueden desaparecer en la calle.
Los amigos del barrio pueden desaparecer.
Pero los dinosaurios van a desaparecer.
sábado, 20 de marzo de 2010
- Julio Cortázar - Palabras -
Si algo sabemos los escritores es que las palabras pueden llegar a cansarse y a enfermarse, como se cansan y se enferman los hombres o los caballos. Hay palabras que a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse, por perder poco a poco su vitalidad. En vez de brotar de las bocas o de la escritura como lo que fueron alguna vez, flechas de la comunicación, pájaros del pensamiento y de la sensibilidad, las vemos o las oímos caer como piedras opacas, empezamos a no recibir de lleno su mensaje, o a percibir solamente una faceta de su contenido, a sentirlas corno monedas gastadas, a perderlas cada vez más como signos vivos y a servirnos de ellas como pañuelos de bolsillo, como zapatos usados. Los que asistimos a reuniones como ésta sabemos que hay palabras-clave, palabras-cumbre que condensan nuestras ideas, nuestras esperanzas y nuestras decisiones, y que deberían brillar como estrellas mentales cada vez que se las pronuncia. Sabemos muy bien cuáles son esas palabras en las que se centran tantas obligaciones y tantos deseos: libertad, dignidad, derechos humanos, pueblo, justicia social, democracia, entre muchas otras. Y ahí están otra vez esta noche, aquí las estamos diciendo porque debemos decirlas, porque ellas aglutinan una inmensa carga positiva sin la cual nuestra vida tal como la entendemos no tendría el menor sentido, ni como individuos ni como pueblos. Aquí están otra vez esas palabras, las estamos diciendo, las estamos escuchando Pero en algunos de nosotros, acaso porque tenemos un contacto más obligado con el idioma que es nuestra herramienta estética de trabajo, se abre paso un sentimiento de inquietud, un temor que sería más fácil callar en el entusiasmo y la fe del momento, pero que no debe ser callado cuando se lo siente con fuerza y con la angustia con que a mí me ocurre sentirlo. Una vez más, como en tantas reuniones, coloquios, mesas redondas, tribunales y comisiones, surgen entre nosotros palabras cuya necesaria repetición es prueba de su importancia; pero a la vez se diría que esa reiteración las está como limando, desgastando, apagando. Digo: "libertad", digo: "democracia", y de pronto siento que he dicho esas palabras sin haberme planteado una vez más su sentido más hondo, su mensaje más agudo, y siento también que muchos de los que las escuchan las están recibiendo a su vez como algo que amenaza convertirse en un estereotipo, en un clisé sobre el cual todo el mundo está de acuerdo porque ésa es la naturaleza misma del clisé y del estereotipo: anteponer un lugar común a una vivencia, una convención a una reflexión, una piedra opaca a un pájaro vivo. ¿Con qué derecho digo aquí estas cosas? Con el simple derecho de alguien que ve en el habla el punto más alto que haya escalado el hombre buscando saciar su sed de conocimiento y de comunicación, es decir, de avanzar positivamente en la historia como ente social, y de ahondar como individuo en el contacto con sus semejantes. Sin la palabra no habría historia y tampoco habría amor; seríamos, como el resto de los animales, mera sexualidad. El habla nos une como parejas, como sociedades, como pueblos. Hablamos porque somos, pero somos porque hablamos. Y es entonces que en las encrucijadas críticas, en los enfrentamientos de la luz contra la tiniebla, de la razón contra la brutalidad, de la democracia contra el fascismo, el habla asume un valor supremo del que no siempre nos damos plena cuenta. Ese valor, que debería ser nuestra fuerza diurna frente a las acometidas de la fuerza nocturna, ese valor que nos mostraría con una máxima claridad el camino frente a los laberintos y las trampas que nos tiende el enemigo, ese valor del habla lo manejamos a veces como quien pone en marcha su automóvil o sube la escalera de su casa, mecánicamente, casi sin pensar, dándolo por sentado y por válido, descontando que la libertad es la libertad y la justicia es la justicia, así tal cual y sin más, como el cigarrillo que ofrecemos o que nos ofrecen. Hoy, en que tanto en España como en muchos países del mundo se juega una vez más el destino de los pueblos frente al resurgimiento de las pulsiones más negativas de la especie, yo siento que no siempre hacemos el esfuerzo necesario para definirnos inequívocamente en el plano de la comunicación verbal, para sentirnos seguros de las bases profundas de nuestras convicciones y de nuestras conductas sociales y políticas. Y eso puede llevarnos en muchos casos sin conocer a fondo el terreno donde se libra la batalla y donde debemos ganarla. Seguimos dejando que esas palabras que transmiten nuestras consignas, nuestras opciones y nuestras conductas, se desgasten y se fatiguen a fuerza de repetirse dentro de moldes avejentados, de retóricas que inflaman la pasión y la buena voluntad pero que no incitan a la reflexión creadora, al avance en profundidad de la inteligencia, a las tomas de posición que signifiquen un verdadero paso adelante en la búsqueda de nuestro futuro. Todo esto sería acaso menos grave si frente a nosotros no estuvieran aquéllos que, tanto en el plano del idioma como en el de los hechos, intentan todo lo posible para imponernos una concepción de vida, del estado, de la sociedad y del individuo basado en el desprecio elitista, en la discriminación por razones raciales y económicas, en la conquista de un poder omnímodo por todos los medios a su alcance, desde la destrucción física de pueblos enteros hasta el sojuzgamiento de aquellos grupos humanos que ellos destinan a la explotación económica y a la alienación individual. Si algo distingue al fascismo y al imperialismo como técnicas de infiltración es precisamente su empleo tendencioso del lenguaje, su manejo de servirse de los mismo conceptos que estamos utilizando aquí esta noche para alterar y viciar su sentido más profundo y proponerlos como consignas de su ideología. Palabras como patria, libertad y civilización saltan como conejos en todos sus discursos, en todos sus artículos periodísticos. Pero para ellos la patria es una plaza fuerte destinada por definición a menospreciar y a amenazar a cualquier otra patria que no esté dispuesta a marchar de su lado en el desfile de los pasos de ganso. Para ellos la libertad es su libertad, la de una minoría entronizada y todopoderosa, sostenida ciegamente por masas altamente masificadas. Para ellos la civilización es el estancamiento en un conformismo permanente, en una obediencia incondicional. Y es entonces que nuestra excesiva confianza en el valor positivo que para nosotros tienen esos términos puede colocarnos en desventaja frente a ese uso diabólico del lenguaje. Por la muy simple razón de que nuestros enemigos han mostrado sus capacidad de insinuar, de introducir paso a paso un vocabulario que se presta como ninguno al engaño, y si por nuestra parte no damos al habla su sentido más auténtico y verdadero, puede llegar el momento en que ya no se vea con la suficiente claridad la diferencia esencial entre nuestros valores políticos y sociales y los de aquéllos que presentan sus doctrinas vestidas con prendas parecidas; puede llegar el día en que el uso reiterado de las mismas palabras por unos y por otros no deje ver ya la diferencia esencial de sentido que hay en términos tales como individuo, como justicia social, corno derechos humanos, según que sean dichos por nosotros o por cualquier demagogo del imperialismo o del fascismo. Hubo un tiempo, sin embargo, en que las cosas no fueron así. Basta mirar hacia atrás en la historia para asistir al nacimiento de esas palabras en su forma más pura, para asentir su temblor matinal en los labios de tantos visionarios, de tantos filósofos, de tantos poetas. Y eso, que era expresión de utopía o de ideal en sus bocas y en sus escritos, habría de llenarse de ardiente vida cuando una primera y fabulosa convulsión popular las volvió realidad en el estallido de la Revolución Francesa. Hablar de libertad, de igualdad y de fraternidad dejó entonces de ser una abstracción del deseo para entrar de lleno en la dialéctica cotidiana de la historia vivida. Y a pesar de las contrarrevoluciones, de las traiciones profundas que habrían de encarnarse en figuras como la de Napoleón Bonaparte y de las de tantos otros, esas palabras conservaron su sabor más humano, su mensaje más acuciante que despertó a otros pueblos, que acompañó el nacimiento de las democracias y la liberación de tantos países oprimidos a lo largo del siglo XIX y la primera mitad del nuestro. Esas palabras no estaban ni enfermas ni cansadas, a pesar de que poco a poco los intereses de una burguesía egoísta y despiadada empezaba a recuperarlas para sus propios fines, que eran y son el engaño, el lavado de cerebros ingenuos o ignorantes, el espejismo de las falsas democracias como lo estamos viendo en la mayoría de los países industrializados que continúan decididos a imponer su ley y sus métodos a la totalidad del planeta. Poco a poco esas palabras se viciaron, se enfermaron a fuerza de ser viciadas por las peores demagogias del lenguaje dominante. Y nosotros, que las amamos porque en ellas alienta nuestra verdad, nuestra esperanza y nuestra lucha, seguimos diciéndolas porque las necesitamos, porque son las que deben expresar y transmitir nuestros valores positivos, nuestras normas de vida y nuestras consignas de combate. Las decimos, sí, y es necesario y hermoso que así sea; pero ¿hemos sido capaces de mirarlas de frente, de ahondar en su significado, de despojarlas de la adherencias, de falsedad, de distorsión y de superficialidad con que nos han llegado después de un itinerario histórico que muchas veces las ha entregado y las entrega a los peores usos de la propaganda y la mentira? Un ejemplo entre muchos puede mostrar la cínica deformación del lenguaje por parte de los opresores de los pueblos. A lo largo de la segunda guerra mundial, yo escuchaba desde mi país, la Argentina, las transmisiones radiales por ondas cortas de los aliados y de los nazis. Recuerdo, con asco que el tiempo no ha hecho más que multiplicar, que las noticias difundidas por la radio de Hitler comenzaban cada vez con esta frase: "Aquí Alemania, defensora de la cultura". Sí, ustedes me han oído bien, sobre todo ustedes los mas jóvenes para quienes esa época es ya apenas una página en el manual de historia. Cada noche la voz repetía la misma frase: "Alemania, defensora de la cultura". La repetía mientras millones de judíos eran exterminados en los campos de concentración, la repetía mientras los teóricos hitleristas proclamaban sus teorías sobre la primacía de los arios puros y su desprecio por todo el resto de la humanidad considerada como inferior. La palabra cultura, que concentra en su infinito contenido la definición más alta del ser humano, era presentada como un valor que el hitlerismo pretendía defender con sus divisiones blindadas, quemando libros en inmensas piras, condenando las formas más audaces y hermosas del arte moderno, masificando el pensamiento y la sensibilidad de enormes multitudes. Eso sucedía en los años cuarenta, pero la distorsión del lenguaje es todavía peor en nuestros tilas, cuando la sofisticación de los medios de comunicación la vuelve aún más eficaz y peligrosa puesto que ahora ataca los últimos umbrales de la vida individual, y debido a los canales de la televisión o las ondas radiales puede invadir y fascinar a quienes no siempre son capaces de reconocer sus verdaderas intenciones. Mi propio país, la Argentina, proporciona hoy otro ejemplo de esta colonización de la inteligencia por deformación de las palabras. En momentos en que diversas comisiones internacionales investigaban las denuncias sobre los miles y miles de desaparecidos en el país, y daban a conocer informes aplastantes donde todas las formas de violación de derechos humanas aparecían probadas y documentadas; la junta militar organizó una propaganda basada en el siguiente slogan: "Los argentinos somos derechos y humanos". Así, esos dos términos indisolublemente ligados desde la Revolución Francesa y en nuestros días por la Declaración de las Naciones Unidas, fueron insidiosamente separados, y la noción de derecho pasó a tomar un sentido totalmente disociado de su significación ética, jurídica y política para convertirse en el elogio demagógico de una supuesta manera de ser de los argentinos. Véase como el mecanismo de ese sofisma se vale de las mismas palabras: como somos derechos y humanos, nadie puede pretender que hemos violado los derechos humanos. Y todo el mundo puede irse a la cama en paz. Pero acaso no haya en estos momentos una utilización más insidiosa del habla que la utilizada por el imperialismo norteamericano para convencer a su propio pueblo y a los de sus aliados europeos de que es necesario sofocar de cualquier manera la lucha revolucionaria en El Salvador. Para empezar se escamotea el término "revolución", a fin de negar el sentido esencial de la larga y dura lucha del pueblo salvadoreño por su libertad --otro término que es cuidadosamente eliminado--; todo se reduce así a lo que se califica de enfrentamientos entre grupos de ultraderecha y de ultraizquierda (estos últimos denominados siempre como "marxistas"), en medio de los cuales la junta de gobierno aparece como agente de moderación y de estabilidad que es necesario proteger a toda costa. La consecuencia de este enfoque verbal totalmente falseado tiene por objeto convencer a la población norteamericana de que frente a toda situación política inesperada como inestable en los países vecinos, el deber de los Estados Unidos es defender la democracia dentro y fuera de sus fronteras, con lo cual ya tenemos bien instalada la palabra "democracia" en un contexto con el que naturalmente no tiene nada que ver. Y así podíamos seguir pasando revista al doble juego de escamoteos y de tergiversaciones verbales que como se puede comprobar cien veces, golpea a las puertas de nuestro propio discurso político con las armas de la televisión, de la prensa y del cine, para ir generando una confusión mental progresiva, un desgaste de valores, una lenta enfermedad del habla, una fatiga contra la que no siempre luchamos como deberíamos hacerlo. ¿Pero en qué consiste ese deber? Detrás de cada palabra está presente el hombre como historia y como conciencia, y es en la naturaleza del hombre donde se hace necesario ahondar a la hora de asumir, de exponer y de defender nuestra concepción de la democracia y de la justicia social. Ese hombre que pronuncia tales palabras, ¿está bien seguro de que cuando habla de democracia abarca el conjunto de sus semejantes sin la menor restricción de tipo étnico, religioso o idiomático? Ese hombre que habla de libertad, ¿está seguro de que en su vida privada, en el terreno del matrimonio, de la sexualidad, de la paternidad o la maternidad, está dispuesto a vivir sin privilegios atávicos, sin autoridad despótica, sin machismo y sin feminismo entendidos como recíproca sumisión de los sexos? Ese hombre que habla de derechos humanos, ¿está seguro de que sus derechos no benefician cómodamente de una cierta situación social o económica frente a otros hombres que carecen de los medios o la educación necesarios para tener conciencia de ellos y hacerlos valer? Es tiempo de decirlo: las hermosas palabras de nuestra lucha ideológica y política no se enferman y se fatigan por sí mismas, sino por el mal uso que les dan nuestros enemigos y que en muchas circunstancias les damos nosotros. Una crítica profunda de nuestra naturaleza, de nuestra manera de pensar, de sentir y de vivir, es la única posibilidad que tenemos de devolverle al habla su sentido más alto, limpiar esas palabras que tanto usamos sin acaso vivirlas desde adentro, sin practicarlas auténticamente desde adentro, sin ser responsables de cada una de ellas desde lo más hondo de nuestro ser. Sólo así esos términos alcanzarán la fuerza que exigimos en ellos, sólo así serán nuestros y solamente nuestros. La tecnología le ha dado al hombre máquinas que lavan las ropas y la vajilla, que le devuelven el brillo y la pureza para su mejor uso. Es hora de pensar que cada uno de nosotros tiene una máquina mental de lavar, y que esa máquina es su inteligencia y su conciencia; con ella podemos y debemos lavar nuestro lenguaje político de tantas adherencias que lo debilitan. Sólo así lograremos que el futuro responda a nuestra esperanza y a nuestra acción, porque la historia es el hombre y se hace a su imagen y a su palabra.
viernes, 19 de marzo de 2010
jueves, 18 de marzo de 2010
- Alejandra Pizarnik -
Golpes en la tumba. Al filo de las palabras golpes en la tumba. Quién vive, dije. Yo dije quién vive. Y hasta cuándo esta intromisión de lo externo de lo interno, o de lo menos interno de lo interno, que se va tejiendo como un manto de arpillera sobre mi pobreza indecible. No fue el sueño, no fue la vigilia, no fue el crimen, no fue el nacimiento: solamente el golpear como con un pesado cuchillo sobre la tumba de mi amigo. Y lo absurdo de mi costado derecho, lo absurdo de un sauce inclinado hacia la derecha sobre un río, mi brazo derecho, mi hombro derecho, mi oreja derecha, mi pierna derecha, mi posesión derecha, mi desposesión. Desviarme hacia mi muchacha izquierda --manchas azules en mi palma izquierda, misteriosas manchas azules--, mi zona de silencio virgen, mi lugar de reposo en donde me estoy esperando.
No, aún es demasiado desconocida, aún no sé reconocer estos sonidos nuevos que están iniciando un canto de queja diferente del mío que es un canto de quemada, que es un canto de niña perdida en una silenciosa ciudad en ruinas.
¿Y cuántos centenares de años hace que estoy muerta y te amo?
Escucho mis voces, los coros de los muertos. Atrapada entre las rocas; empotrada en la hendidura de una roca. No soy yo la hablante: es el viento que me hace aletear para que yo crea que estos cánticos del azar que se formulan por obra del movimiento son palabras venidas de mí.
Y esto fue cuando empecé a morirme, cuando golpearon en los cimientos y me recordé.
Suenan las trompetas de la muerte. El cortejo de muñecas de corazones de espejo con mis ojos azul-verdes reflejados en cada uno de los corazones. Imitas viejos gestos heredados. Las damas de antaño
cantaban entre muros leprosos, escuchaban las trompetas de la muerte, miraban desfilar --ellas, las imaginadas-- un cortejo imaginario de muñecas con corazones de espejo y en cada corazón mis ojos de pájara de papel dorado embestida por el viento. La imaginada pajarita cree cantar; en verdad sólo murmura como un sauce inclinado sobre el río.
Muñequita de papel, yo la recorté en papel celeste, verde, rojo, y se quedó en el suelo, en el máximo de la carencia de relieves y de dimensiones.
En medio del camino te incrustaron, figurita errante, estás en el medio del camino y nadie te distingue pues no te diferencias del suelo aun si a veces gritas, pero hay tantas cosas que gritan en un camino ¿por qué irían a ver qué significa esa mancha verde, celeste, roja?
Si fuertemente, a sangre y fuego, se graban mis imágenes, sin sonidos, sin colores, ni siquiera lo blanco. Si se intensifica el rastro de los animales nocturnos en las inscripciones de mis huesos. Si me afinco en el lugar del recuerdo como una criatura se atiene a la saliente de una montaña y al más pequeño movimiento hecho de olvido cae --hablo de lo irremediable, pido lo irremedible--, el cuerpo desatado y los huesos desparramados en el silencio de la nieve traidora.
Proyectada hacia el regreso, cúbreme con una mortaja lila. Y luego cántame una canción de una ternura sin precedentes, una canción que no diga de la vida ni de la muerte sino de gestos levísimos como el más imperceptible ademán de aquiescencia, una canción que sea menos que una canción, una canción como un dibujo que representa una pequeña casa debajo de un sol al que le faltan algunos rayos; allí ha de poder vivir la muñequita de papel verde, celeste y rojo; allí se ha de poder erguir y tal vez andar en su casita dibujada sobre una página en blanco.
No, aún es demasiado desconocida, aún no sé reconocer estos sonidos nuevos que están iniciando un canto de queja diferente del mío que es un canto de quemada, que es un canto de niña perdida en una silenciosa ciudad en ruinas.
¿Y cuántos centenares de años hace que estoy muerta y te amo?
Escucho mis voces, los coros de los muertos. Atrapada entre las rocas; empotrada en la hendidura de una roca. No soy yo la hablante: es el viento que me hace aletear para que yo crea que estos cánticos del azar que se formulan por obra del movimiento son palabras venidas de mí.
Y esto fue cuando empecé a morirme, cuando golpearon en los cimientos y me recordé.
Suenan las trompetas de la muerte. El cortejo de muñecas de corazones de espejo con mis ojos azul-verdes reflejados en cada uno de los corazones. Imitas viejos gestos heredados. Las damas de antaño
cantaban entre muros leprosos, escuchaban las trompetas de la muerte, miraban desfilar --ellas, las imaginadas-- un cortejo imaginario de muñecas con corazones de espejo y en cada corazón mis ojos de pájara de papel dorado embestida por el viento. La imaginada pajarita cree cantar; en verdad sólo murmura como un sauce inclinado sobre el río.
Muñequita de papel, yo la recorté en papel celeste, verde, rojo, y se quedó en el suelo, en el máximo de la carencia de relieves y de dimensiones.
En medio del camino te incrustaron, figurita errante, estás en el medio del camino y nadie te distingue pues no te diferencias del suelo aun si a veces gritas, pero hay tantas cosas que gritan en un camino ¿por qué irían a ver qué significa esa mancha verde, celeste, roja?
Si fuertemente, a sangre y fuego, se graban mis imágenes, sin sonidos, sin colores, ni siquiera lo blanco. Si se intensifica el rastro de los animales nocturnos en las inscripciones de mis huesos. Si me afinco en el lugar del recuerdo como una criatura se atiene a la saliente de una montaña y al más pequeño movimiento hecho de olvido cae --hablo de lo irremediable, pido lo irremedible--, el cuerpo desatado y los huesos desparramados en el silencio de la nieve traidora.
Proyectada hacia el regreso, cúbreme con una mortaja lila. Y luego cántame una canción de una ternura sin precedentes, una canción que no diga de la vida ni de la muerte sino de gestos levísimos como el más imperceptible ademán de aquiescencia, una canción que sea menos que una canción, una canción como un dibujo que representa una pequeña casa debajo de un sol al que le faltan algunos rayos; allí ha de poder vivir la muñequita de papel verde, celeste y rojo; allí se ha de poder erguir y tal vez andar en su casita dibujada sobre una página en blanco.
lunes, 15 de marzo de 2010
domingo, 14 de marzo de 2010
- Jorge Luis Borges - Los Espejos -
Yo que sentí el horror de los espejos
no sólo ante el cristal impenetrable
donde acaba y empieza, inhabitable,
un imposible espacio de reflejos
sino ante el agua especular que imita
el otro azul en su profundo cielo
que a veces raya el ilusorio vuelo
del ave inversa o que un temblor agita
y ante la superficie silenciosa
del ébano sutil cuya tersura
repite como un sueño la blancura
de un vago mármol o una vaga rosa,
hoy, al cabo de tantos y perplejos
años de errar bajo la varia luna,
me pregunto qué azar de la fortuna
hizo que yo temiera los espejos.
Espejos de metal, enmascarado
espejo de caoba que en la bruma
de su rojo crepúsculo disfuma
ese rostro que mira y es mirado,
infinitos los veo, elementales
ejecutores de un antiguo pacto,
multiplicar el mundo como el acto
generativo, insomnes y fatales.
Prolongan este vano mundo incierto
en su vertiginosa telaraña;
a veces en la tarde los empaña
el hálito de un hombre que no ha muerto.
Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro
paredes de la alcoba hay un espejo,
ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo
que arma en el alba un sigiloso teatro.
Todo acontece y nada se recuerda
en esos gabinetes cristalinos
donde, como fantásticos rabinos,
leemos los libros de derecha a izquierda.
Claudio, rey de una tarde, rey soñado,
no sintió que era un sueño hasta aquel día
en que un actor mimó su felonía
con arte silencioso en un tablado.
Que haya sueños es raro, que haya espejos,
que el usual y gastado repertorio
de cada día incluya el ilusorio
orbe profundo que urden los reflejos.
Dios (he dado en pensar) pone un empeño
en toda esa inasible arquitectura
que edifica la luz con la tersura
del cristal y la sombra con el sueño.
Dios ha creado las noches que se arman
de sueños y las formas del espejo
para que el hombre sienta que es reflejo
y vanidad. Por eso nos alarman.
- Julio Cortázar - Rayuela -
Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá dulcemente hasta calcinarnos. Entonces es mejor pactar como los gatos y los musgos, trabar amistad inmediata con las porteras de roncas voces, con las criaturas pálidas y sufrientes que acechan en las ventanas jugando con una rama seca. Ardiendo así sin tregua, soportando la quemadura central que avanza como la madurez paulatina en el fruto, ser el pulso de una hoguera en esta maraña de piedra interminable, caminar por las noches de nuestra vida con la obediencia de la sangre en su circuito ciego.
Cuántas veces me pregunto si esto no es más que escritura, en un tiempo en que corremos al engaño entre ecuaciones infalibles y máquinas de conformismos. Pero preguntarse si sabremos encontrar el otro lado de la costumbre o si más vale dejarse llevar por su alegre cibernética, ¿no será otra vez literatura? Rebelión, conformismo, angustia, alimentos terrestres, todas las dicotomías: el Ying y el Yang, la contemplación o la Tatigkeit, avena arrollada o perdices faisandées, Lascaux o Mathieu, qué hamaca de palabras, qué dialéctica de bolsillo con tormentas en piyama y cataclismos de living room. El sólo hecho de interrogarse sobre la posible elección vicia y enturbia lo elegible. Que sí, que no, que en ésta está. Parecería que una elección no puede ser dialéctica, que su planteo la empobrece, es decir la falsea, es decir la transforma en otra cosa. Entre el Ying y el Yang ¿cuántos eones? Del sí al no ¿cuántos quizá? Todo es escritura, es decir fábula. ¿Pero de qué nos sirve la verdad que tranquiliza al propietario honesto? Nuestra verdad posible tiene que ser invención, es decir escritura, literatura, pintura, escultura, agricultura, piscicultura, todas las turas de este mundo. Los valores, turas, la santidad, una tura, la sociedad, una tura, el amor, pura tura, la belleza, tura de turas. En uno de sus libros Morelli habla del napolitano que se pasó años sentado a la puerta de su casa mirando un tornillo en el suelo. Por la noche lo juntaba y lo ponía debajo del colchón. El tornillo fue primero risa, tomada de pelo, irritación comunal, junta de vecinos, signo de violación de los deberes cívicos, finalmente encogimiento de hombros, la paz, el tornillo fue la paz, nadie podía pasar por la calle sin mirar de reojo el tornillo y sentir que era la paz. El tipo murió de un síncope, y el tornillo desapareció apenas acudieron los vecinos. Uno de ellos lo guarda, quizá lo saca en secreto y lo mira, vuelve a guardarlo y se va a la fábrica sintiendo algo que no comprende, una oscura reprobación. Sólo se calma cuando saca el tornillo y lo mira, se queda mirándolo hasta que oye pasos y tiene que guardarlo presuroso. Morelli pensaba que el tornillo tenía que ser otra cosa, un dios o algo así. Solución demasiado fácil. Quizá el error estuviera en aceptar que ese objeto era un tornillo por el hecho de que tenía la forma de un tornillo. Picasso toma un auto de juguete y lo convierte en el mentón de un cinocéfalo. A lo mejor el napolitano era un idiota pero también pudo ser el inventor de un mundo. Del tornillo a un ojo, de un ojo a una estrella. ¿Por qué entregarse a la Gran Costumbre? Se puede elegir la tura, la invención, es decir el tornillo o el auto de juguete. Así es como parís nos destruye despacio, deliciosamente, triturándonos entre flores viejas y manteles de papel con manchas de vino, con su fuego sin color que corre al anochecer saliendo de los portales carcomidos. Nos arde un fuego inventado, una incandescente tura, un artilugio de la raza, una ciudad que es el Gran Tornillo, la horrible aguja con su ojo nocturno por donde corre el hilo del Sena, máquina de torturas como puntillas, agonía en una jaula atestada de golondrinas enfurecidas. Ardemos en nuestra obra, fabuloso honor mortal, alto desafío del fénix. Nadie nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette. Incurables, perfectamente incurables elegimos por tura el Gran Tornillo, nos inclinamos sobre él, entramos en él, volvemos a inventarlo en cada día, en cada mancha de vino en el mantel, a cada beso del moho en las madrugadas del Cour de Rohan, inventamos nuestro incendio, ardemos de dentro afuera, quizá eso sea la elección, quizá las palabras envuelvan esto como la servilleta el pan y dentro esté la fragancia, la harina esponjándose, el sí sin el no; o el no sin el sí, el día sin Manes, sin Ormuz o Arimán, de una vez por todas y en paz y basta.
Cuántas veces me pregunto si esto no es más que escritura, en un tiempo en que corremos al engaño entre ecuaciones infalibles y máquinas de conformismos. Pero preguntarse si sabremos encontrar el otro lado de la costumbre o si más vale dejarse llevar por su alegre cibernética, ¿no será otra vez literatura? Rebelión, conformismo, angustia, alimentos terrestres, todas las dicotomías: el Ying y el Yang, la contemplación o la Tatigkeit, avena arrollada o perdices faisandées, Lascaux o Mathieu, qué hamaca de palabras, qué dialéctica de bolsillo con tormentas en piyama y cataclismos de living room. El sólo hecho de interrogarse sobre la posible elección vicia y enturbia lo elegible. Que sí, que no, que en ésta está. Parecería que una elección no puede ser dialéctica, que su planteo la empobrece, es decir la falsea, es decir la transforma en otra cosa. Entre el Ying y el Yang ¿cuántos eones? Del sí al no ¿cuántos quizá? Todo es escritura, es decir fábula. ¿Pero de qué nos sirve la verdad que tranquiliza al propietario honesto? Nuestra verdad posible tiene que ser invención, es decir escritura, literatura, pintura, escultura, agricultura, piscicultura, todas las turas de este mundo. Los valores, turas, la santidad, una tura, la sociedad, una tura, el amor, pura tura, la belleza, tura de turas. En uno de sus libros Morelli habla del napolitano que se pasó años sentado a la puerta de su casa mirando un tornillo en el suelo. Por la noche lo juntaba y lo ponía debajo del colchón. El tornillo fue primero risa, tomada de pelo, irritación comunal, junta de vecinos, signo de violación de los deberes cívicos, finalmente encogimiento de hombros, la paz, el tornillo fue la paz, nadie podía pasar por la calle sin mirar de reojo el tornillo y sentir que era la paz. El tipo murió de un síncope, y el tornillo desapareció apenas acudieron los vecinos. Uno de ellos lo guarda, quizá lo saca en secreto y lo mira, vuelve a guardarlo y se va a la fábrica sintiendo algo que no comprende, una oscura reprobación. Sólo se calma cuando saca el tornillo y lo mira, se queda mirándolo hasta que oye pasos y tiene que guardarlo presuroso. Morelli pensaba que el tornillo tenía que ser otra cosa, un dios o algo así. Solución demasiado fácil. Quizá el error estuviera en aceptar que ese objeto era un tornillo por el hecho de que tenía la forma de un tornillo. Picasso toma un auto de juguete y lo convierte en el mentón de un cinocéfalo. A lo mejor el napolitano era un idiota pero también pudo ser el inventor de un mundo. Del tornillo a un ojo, de un ojo a una estrella. ¿Por qué entregarse a la Gran Costumbre? Se puede elegir la tura, la invención, es decir el tornillo o el auto de juguete. Así es como parís nos destruye despacio, deliciosamente, triturándonos entre flores viejas y manteles de papel con manchas de vino, con su fuego sin color que corre al anochecer saliendo de los portales carcomidos. Nos arde un fuego inventado, una incandescente tura, un artilugio de la raza, una ciudad que es el Gran Tornillo, la horrible aguja con su ojo nocturno por donde corre el hilo del Sena, máquina de torturas como puntillas, agonía en una jaula atestada de golondrinas enfurecidas. Ardemos en nuestra obra, fabuloso honor mortal, alto desafío del fénix. Nadie nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette. Incurables, perfectamente incurables elegimos por tura el Gran Tornillo, nos inclinamos sobre él, entramos en él, volvemos a inventarlo en cada día, en cada mancha de vino en el mantel, a cada beso del moho en las madrugadas del Cour de Rohan, inventamos nuestro incendio, ardemos de dentro afuera, quizá eso sea la elección, quizá las palabras envuelvan esto como la servilleta el pan y dentro esté la fragancia, la harina esponjándose, el sí sin el no; o el no sin el sí, el día sin Manes, sin Ormuz o Arimán, de una vez por todas y en paz y basta.
sábado, 13 de marzo de 2010
- Alejandra Pizarnik -
Toda la noche escucha el llamamiento de la muerte, toda la noche escucho el canto de la muerte junto al río, toda la noche escucho la voz de la muerte que me llama.
Y tantos sueños unidos, tantas posesiones, tantas inmersiones en mis posesiones de pequeña difunta en un jardín de ruinas y de lilas. Junto al río la muerte me llama. Desoladamente desgarrada en el corazón escucho el canto de la más pura alegría.
Y es verdad que he despertado en el lugar del amor porque al oír su canto dije: es el lugar del amor. Y es verdad que he despertado en el lugar del amor porque con una sonrisa de duelo yo oí su canto y me dije: es el lugar del amor (pero tembloroso pero fosforescente).
Y las danzas mecánicas de los muñecos antiguos y las desdichas heredadas y el agua veloz en círculos, por favor, no sientas miedo de decirlo: el agua veloz en círculos fugacísimos mientras en la orilla el gesto detenido de los brazos detenidos en un llamamiento al abrazo, en la nostalgia más pura, en el río, en la niebla, en el sol debilísimo filtrándose a través de la niebla.
Más desde adentro: el objeto sin nombre que nace y se pulveriza en el lugar en que el silencio pesa como barras de oro y el tiempo es un viento afilado que atraviesa una grieta y es esa su sola declaración.
Hablo del lugar en que se hacen los cuerpos poéticos --como una cesta llena de cadáveres de niñas. Y es en ese lugar donde la muerte está sentada, viste un traje muy antiguo y pulsa un arpa en la orilla el río lúgubre, la muerte en un vestido rojo, la bella, la funesta, la espectral, la que toda la noche pulsó un arpa hasta que me adormecí dentro del sueño.
¿Qué hubo en el fondo del río? ¿Qué paisajes se hacían y deshacían detrás del paisaje en cuyo centro había un cuadro donde estaba pintada una bella dama que tañe un laúd y canta junto a un río? Detrás, a pocos pasos, veía el escenario de cenizas donde representé mi nacimiento.
El nacer, que es un acto lúgubre, me causaba gracia. El humor corroía los bordes reales de mi cuerpo de modo que pronto fui una figura fosforescente: el iris de un ojo lila tornasolado; una centelleante niña de papel plateado a medias ahogada dentro de un vaso de vino azul. Sin luz ni guía avanzaba por el camino de las metamorfosis. Un mundo subterráneo de criaturas de formas no acabadas, un lugar de gestación, un vivero de brazos, de troncos, de caras, y las manos de los muñecos suspendidas como hojas de los fríos árboles filosos aleteaban y resonaban movidas por el viento, y los troncos sin cabeza vestidos de colores tan alegres danzaban rondas infantiles junto a un ataúd lleno de cabezas de locos que aullaban como lobos, y mi cabeza, de súbito, parece querer salirse ahora por mi útero como si los cuerpos poéticos forcejearan por irrumpir en la realidad, nacer a ella, y hay alguien en mi garganta, alguien que se estuvo gestando en soledad, y yo, no acabada, ardiente por nacer, me abro, se me abre, va a venir, voy a venir. El cuerpo poético, el heredado, el no filtrado por el sol de la lúgubre mañana, un grito, una llamada, una llamarada, un llamamiento. Sí. Quiero ver el fondo del río, quiero ver si aquello se abre, si irrumpe y florece del lado de aquí, y vendrá o no vendrá pero siento que está forcejeando, y quizás y tal vez sea solamente la muerte.
La muerte es una palabra.
La palabra es una cosa, la muerte es una cosa, es un cuerpo poético que alienta en el lugar de mi nacimiento.
Nunca de este modo lograrás circundarlo. Habla, pero sobre el escenario de cenizas; habla, pero desde el fondo del río donde está la muerte cantando. Y la muerte es ella, me lo dijo el sueño, me lo dijo la canción de la reina. La muerte de cabellos del color del cuervo, vestida de rojo, blandiendo en sus manos funestas un laúd y huesos de pájaro para golpear en mi tumba, se alejó cantando y contemplada de atrás parecía una vieja mendiga y los niños le arrojaban piedras.
Cantaba en la mañana de niebla apenas filtrada por el sol, la mañana del nacimiento, y yo caminaría con una antorcha en la mano por todos los desiertos de este mundo y aun muerta te seguiría buscando, amor mío perdido, y el canto de la muerte se desplegó en el término de una
sola mañana, y cantaba, y cantaba.
También cantó en la vieja taberna cercana del puerto. Había un payaso adolescente y yo le dije que en mis poemas la muerte era mi amante y mi amante era la muerte y él dijo: tus poemas dicen la justa verdad.
Yo tenía dieciséis años y no tenía otro remedio que buscar el amor absoluto. Y fue en la taberna del puerto que cantó la canción.
Escribo con los ojos cerrados, escribo con los ojos abiertos: que se desmorone el muro, que se vuelva río el muro.
La muerte azul, la muerte verde, la muerte roja, la muerte lila, en las visiones del nacimiento.
El traje azul y plata fosforescente de la plañidera en la noche medieval de toda muerte mía.
La muerte está cantando junto al río.
Y fue en la taberna del puerto que cantó la canción de la muerte. Me voy a morir, me dijo, me voy a morir.
Al alba venid, buen amigo, al alba venid.
Nos hemos reconocido, nos hemos desaparecido, amigo el que yo más quería.
Yo, asistiendo a mi nacimiento. Yo, a mi muerte.
Y yo caminaría por todos los desiertos de este mundo y aun muerta te seguiría buscando, a ti, que fuiste el lugar del amor.
Y tantos sueños unidos, tantas posesiones, tantas inmersiones en mis posesiones de pequeña difunta en un jardín de ruinas y de lilas. Junto al río la muerte me llama. Desoladamente desgarrada en el corazón escucho el canto de la más pura alegría.
Y es verdad que he despertado en el lugar del amor porque al oír su canto dije: es el lugar del amor. Y es verdad que he despertado en el lugar del amor porque con una sonrisa de duelo yo oí su canto y me dije: es el lugar del amor (pero tembloroso pero fosforescente).
Y las danzas mecánicas de los muñecos antiguos y las desdichas heredadas y el agua veloz en círculos, por favor, no sientas miedo de decirlo: el agua veloz en círculos fugacísimos mientras en la orilla el gesto detenido de los brazos detenidos en un llamamiento al abrazo, en la nostalgia más pura, en el río, en la niebla, en el sol debilísimo filtrándose a través de la niebla.
Más desde adentro: el objeto sin nombre que nace y se pulveriza en el lugar en que el silencio pesa como barras de oro y el tiempo es un viento afilado que atraviesa una grieta y es esa su sola declaración.
Hablo del lugar en que se hacen los cuerpos poéticos --como una cesta llena de cadáveres de niñas. Y es en ese lugar donde la muerte está sentada, viste un traje muy antiguo y pulsa un arpa en la orilla el río lúgubre, la muerte en un vestido rojo, la bella, la funesta, la espectral, la que toda la noche pulsó un arpa hasta que me adormecí dentro del sueño.
¿Qué hubo en el fondo del río? ¿Qué paisajes se hacían y deshacían detrás del paisaje en cuyo centro había un cuadro donde estaba pintada una bella dama que tañe un laúd y canta junto a un río? Detrás, a pocos pasos, veía el escenario de cenizas donde representé mi nacimiento.
El nacer, que es un acto lúgubre, me causaba gracia. El humor corroía los bordes reales de mi cuerpo de modo que pronto fui una figura fosforescente: el iris de un ojo lila tornasolado; una centelleante niña de papel plateado a medias ahogada dentro de un vaso de vino azul. Sin luz ni guía avanzaba por el camino de las metamorfosis. Un mundo subterráneo de criaturas de formas no acabadas, un lugar de gestación, un vivero de brazos, de troncos, de caras, y las manos de los muñecos suspendidas como hojas de los fríos árboles filosos aleteaban y resonaban movidas por el viento, y los troncos sin cabeza vestidos de colores tan alegres danzaban rondas infantiles junto a un ataúd lleno de cabezas de locos que aullaban como lobos, y mi cabeza, de súbito, parece querer salirse ahora por mi útero como si los cuerpos poéticos forcejearan por irrumpir en la realidad, nacer a ella, y hay alguien en mi garganta, alguien que se estuvo gestando en soledad, y yo, no acabada, ardiente por nacer, me abro, se me abre, va a venir, voy a venir. El cuerpo poético, el heredado, el no filtrado por el sol de la lúgubre mañana, un grito, una llamada, una llamarada, un llamamiento. Sí. Quiero ver el fondo del río, quiero ver si aquello se abre, si irrumpe y florece del lado de aquí, y vendrá o no vendrá pero siento que está forcejeando, y quizás y tal vez sea solamente la muerte.
La muerte es una palabra.
La palabra es una cosa, la muerte es una cosa, es un cuerpo poético que alienta en el lugar de mi nacimiento.
Nunca de este modo lograrás circundarlo. Habla, pero sobre el escenario de cenizas; habla, pero desde el fondo del río donde está la muerte cantando. Y la muerte es ella, me lo dijo el sueño, me lo dijo la canción de la reina. La muerte de cabellos del color del cuervo, vestida de rojo, blandiendo en sus manos funestas un laúd y huesos de pájaro para golpear en mi tumba, se alejó cantando y contemplada de atrás parecía una vieja mendiga y los niños le arrojaban piedras.
Cantaba en la mañana de niebla apenas filtrada por el sol, la mañana del nacimiento, y yo caminaría con una antorcha en la mano por todos los desiertos de este mundo y aun muerta te seguiría buscando, amor mío perdido, y el canto de la muerte se desplegó en el término de una
sola mañana, y cantaba, y cantaba.
También cantó en la vieja taberna cercana del puerto. Había un payaso adolescente y yo le dije que en mis poemas la muerte era mi amante y mi amante era la muerte y él dijo: tus poemas dicen la justa verdad.
Yo tenía dieciséis años y no tenía otro remedio que buscar el amor absoluto. Y fue en la taberna del puerto que cantó la canción.
Escribo con los ojos cerrados, escribo con los ojos abiertos: que se desmorone el muro, que se vuelva río el muro.
La muerte azul, la muerte verde, la muerte roja, la muerte lila, en las visiones del nacimiento.
El traje azul y plata fosforescente de la plañidera en la noche medieval de toda muerte mía.
La muerte está cantando junto al río.
Y fue en la taberna del puerto que cantó la canción de la muerte. Me voy a morir, me dijo, me voy a morir.
Al alba venid, buen amigo, al alba venid.
Nos hemos reconocido, nos hemos desaparecido, amigo el que yo más quería.
Yo, asistiendo a mi nacimiento. Yo, a mi muerte.
Y yo caminaría por todos los desiertos de este mundo y aun muerta te seguiría buscando, a ti, que fuiste el lugar del amor.
viernes, 12 de marzo de 2010
- Henri Michaux - Canto de Muerte -
La Fortuna de grandes alas, la fortuna me había llevado por equivocación con los otros hacia su país alegre, cuando de pronto, pero de pronto, cuando por fin yo respiraba feliz, unos diminutos e infinitos petardos en la atmósfera me dinamitaron y luego unos cuchillos que surgíasn de todas partes me cosieron a puntazos, de modo que volví a caer en el suelo duro de mi patria, ahora para siemmpre mi patria.
La Fortuna de alas de paja, la fortuna me había elevado por un instante por encima de las angustias y los gemidos, cuando un grupo en número de mil, escondido al reparo de mi distracción en la polvareda de una alta montaña, un grupo acostumbrado desde siempre a la lucha a muerte, de pronto se nos echó encima como un bólido, y yo volví a caer en el suelo duro de mi pasado, pasado ahora para siempre presente.
La Fortuna una vez más, la fortuna de paños frescos me había hospedado con dulzura, y cuando yo sonreía a todos los que me rodeaban, distribuyendo todo lo que poseía, de pronto, asido por algo desconocido que vino por debajo y por detrás, de pronto, como una polea que se desengancha, me sacudí, fue un salto inmenso, y volví a caer en el suelo duro de mi destino, destino ahora para siempre el mío.
La Fortuna una vez más, la fortuna de lengua de aceite, había lavado mis heridas, la fortuna como un cabello que uno toma y que trenzaría con los suyos, me había asido y unido indolublemente a ella, cuando de pronto, como yo me bañaba en la alegría, de pronto la Muerte vino y me dijo: "Es tiempo ya. Ven." La Muerte, ahora la Muerte para siempre jamás.
La Fortune aux larges ailes, la fortune par erreur m’ayant emporté avec les autres vers son pays joyeux, tout à coup, mais tout à coup, comme je respirais enfin heureux, d’infinis petits pétards dans l’atmosphère me dynamitèrent et puis des couteaux jaillissant de partout me lardèrent de coups, si bien que je retombai sur le sol dur de ma patrie, à tout jamais la mienne maintenant.
La Fortune aux ailes de paille, la fortune m’ayant élevé pour un instant au-dessus des angoisses et des gémissements, un groupe formé de mille, caché à la faveur de ma distraction dans la poussière d’une haute montagne, un groupe fait à la lutte à mort depuis toujours, tout à coup nous étant tombé dessus comme un bolide, je retombai sur le sol dur de mon passé, à tout jamais présent maintenant.
La Fortune encore une fois, la fortune aux draps frais m’ayant recueilli avec douceur, comme je souriais à tous autour de moi, distribuant tout ce que je possédais, tout à coup, pris par on ne sait quoi venu par en dessous et par derrière, tout à-coup, comme une poulie qui se décroche, je basculai, ce fut un saut immense, et je retombai sur le sol dur de mon destin, destin à tout jamais le mien maintenant.
La Fortune, encore une fois, la fortune à la langue d’huile, ayant lavé mes blessures, la fortune comme un cheveu qu’on prend et qu’on tresserait avec les siens, m’ayant pris et m’ayant uni indissolublement à elle, tout à coup, comme déjà je trempais dans la joie, tout à coup la Mort vint et dit : "Il est temps. Viens." La Mort, à tout jamais la Mort maintenant.
miércoles, 10 de marzo de 2010
- Emily Dickinson -
Hay una soledad del espacio
una soledad del mar
una soledad de la muerte, pero éstas
sociedad serán
comparadas con ese más profundo sitio
con ese polar aislamiento
un alma que admite a ella misma--
delimitada infinidad.
There is a solitude of space
a solitude of sea
a solitude of death, but these
society shall be
compared with that profounder site
that polar privacy
a soul admitted to itself--
finite infinity.
una soledad del mar
una soledad de la muerte, pero éstas
sociedad serán
comparadas con ese más profundo sitio
con ese polar aislamiento
un alma que admite a ella misma--
delimitada infinidad.
There is a solitude of space
a solitude of sea
a solitude of death, but these
society shall be
compared with that profounder site
that polar privacy
a soul admitted to itself--
finite infinity.
- Clarice Lispector - Tanta Mansedumbre -
Pues en la hora oscura, tal vez la más oscura, en pleno día, ocurrió esa cosa que no quiero siquiera intentar definir. En pleno día era noche, y esa cosa que no quiero todavía definir es una luz tranquila dentro de mí, y la llamaría alegría, alegría mansa. Estoy un poco desorientada como si me hubieran arrancado el corazón, y en lugar de él estuviera ahora la súbita ausencia, una ausencia casi palpable de lo que antes era un órgano bañado de oscuridad, de dolor. No estoy sintiendo nada. Pero es lo contrario del sopor. Es un modo más leve y más silencioso de existir.
Pero también estoy inquieta. Yo estaba organizada para consolarme de la angustia y del dolor. Pero cómo es que me arreglo con esa simple y tranquila alegría. Es que no estoy acostumbrada a no necesitar de mi propio consuelo. La palabra consuelo me llegó sin sentir, y no lo noté, y cuando fui a buscarla, ella se había transformado ya en carne y espíritu, ya no existía más como pensamiento.
Voy entonces a la ventana, está lloviendo mucho. Por hábito estoy buscando en la lluvia lo que en otro momento me serviría de consuelo. Pero no tengo dolor que consolar.
Ah, lo sé. Ahora estoy buscando en la lluvia una alegría tan grande que se torne aguda, y que me ponga en contacto con una agudeza que se parezca a la agudeza del dolor. Pero es una búsqueda inútil. Estoy frente a la ventana y sólo ocurre eso: veo con ojos benéficos la lluvia, y la lluvia me ve de acuerdo conmigo. Ambas estamos ocupadas en fluir. ¿Cuánto durará mi estado? Percibo que, con esta pregunta, estoy palpando mi pulso para sentir dónde está el latir dolorido de antes. Y veo que no está el latido de dolor.
Sólo eso: llueve y estoy mirando la lluvia. Qué simplicidad. Nunca creí que el mundo y yo llegáramos a este punto de acuerdo. La lluvia cae no porque me necesite, y yo la miro no porque necesite de ella. Pero nosotras estamos tan juntas como el agua de lluvia está ligada a la lluvia. Y no estoy agradeciendo nada. Si, después de nacer, no hubiera tomado involuntaria y forzadamente el camino que tomé, yo habría sido siempre lo que realmente estoy siendo: una campesina que está en un campo donde llueve. Sin siquiera dar las gracias a Dios o a la naturaleza. La lluvia tampoco da las gracias. No hay nada que agradecer por haberse transformado en otra. Soy una mujer, soy una persona, soy una atención, soy un cuerpo mirando por la ventana. Del mismo modo, la lluvia no está agradecida por no ser una piedra. Ella es la lluvia. Tal vez sea eso lo que se podría llamar estar vivo. No es más que esto, sólo esto: vivo. Y sólo vivo de una alegría mansa.
Voy entonces a la ventana, está lloviendo mucho. Por hábito estoy buscando en la lluvia lo que en otro momento me serviría de consuelo. Pero no tengo dolor que consolar.
Ah, lo sé. Ahora estoy buscando en la lluvia una alegría tan grande que se torne aguda, y que me ponga en contacto con una agudeza que se parezca a la agudeza del dolor. Pero es una búsqueda inútil. Estoy frente a la ventana y sólo ocurre eso: veo con ojos benéficos la lluvia, y la lluvia me ve de acuerdo conmigo. Ambas estamos ocupadas en fluir. ¿Cuánto durará mi estado? Percibo que, con esta pregunta, estoy palpando mi pulso para sentir dónde está el latir dolorido de antes. Y veo que no está el latido de dolor.
Sólo eso: llueve y estoy mirando la lluvia. Qué simplicidad. Nunca creí que el mundo y yo llegáramos a este punto de acuerdo. La lluvia cae no porque me necesite, y yo la miro no porque necesite de ella. Pero nosotras estamos tan juntas como el agua de lluvia está ligada a la lluvia. Y no estoy agradeciendo nada. Si, después de nacer, no hubiera tomado involuntaria y forzadamente el camino que tomé, yo habría sido siempre lo que realmente estoy siendo: una campesina que está en un campo donde llueve. Sin siquiera dar las gracias a Dios o a la naturaleza. La lluvia tampoco da las gracias. No hay nada que agradecer por haberse transformado en otra. Soy una mujer, soy una persona, soy una atención, soy un cuerpo mirando por la ventana. Del mismo modo, la lluvia no está agradecida por no ser una piedra. Ella es la lluvia. Tal vez sea eso lo que se podría llamar estar vivo. No es más que esto, sólo esto: vivo. Y sólo vivo de una alegría mansa.
lunes, 8 de marzo de 2010
- Roland Barthes - Diario de Duelo -
En la frase: "Ella ya no sufre", ¿a qué, a quién remite "ella"? ¿Qué quiere decir ese presente?
A veces, muy brevemente, un momento blanco --como de insensibilidad-- que no es momento de olvido. Eso me espanta.
Camino quiera que no a través del duelo.Vuelve sin cesar inmóvil el punto ardiente: las palabras que me dijo en el aliento de la agonía, hogar abstracto e infernal que me sumerge.
Duelo puro, que no debe nada al cambio de vida, a la soledad, etc. Rayadura, abertura de la relación de amor.
Cada vez menos cosas que escribir, que decir, sino eso (pero no lo puedo decir a nadie).
Golpeado por la naturaleza abstracta de la ausencia; y sin embargo es ardiente, desgarradora. De ahí que entienda mejor la abstracción: es ausencia y dolor, dolor de la ausencia --¿quizá es entonces amor?
Mi sorpresa --y por así decir mi inquietud (mi malestar) viene de que, a decir verdad, ésta no es una carencia (no puedo describir esto como una carencia, mi vida no está desorganizada), sino una herida, algo que duele en el corazón del amor.
Frío, noche, invierno. Estoy en donde hace calor y sin embargo solo. Y comprendo que será preciso que me acostumbre a estar naturalmente en esta soledad, a actuar en ella, a trabajar en ella, acompañado, pegado por la "presencia de la ausencia".
A cada "momento" de aflicción, creo que es el mismo en el que por primera vez realizo mi duelo.
Esto quiere decir: totalidad de intensidad.
Ahora, a veces sube en mí, inopinadamente, como un globo que revienta: la constatación: ella ya no está, ella ya no está, para siempre y totalmente. Es algo mate, sin adjetivo --vertiginoso porque insignificante (sin interpretación posible).
Dolor nuevo.
Duelo: no aplastamiento, bloqueo (los cual supondría un "lleno"), sino una disponibilidad dolorosa: estoy en alerta, esperando, espiando la llegada de un "sentido de vida".
En el corazón más negro de este silencioso domingo por la mañana:
Ahora sube poco a poco en mí el tema serio (desesperado): ¿a partir de ahora qué sentido para mi vida?
Ya no muchas notas --sino: desgracia-- continuo malestar cortado por desgracias (hoy, desgracia. No se escribe el malestar).
Todo me desuella. Una nada levanta en mí el abandono.
Soporto mal a los otros, el querer-vivir de los otros, el universo de los otros. Atraído por una decisión de retiro lejos de los otros.
Lo irremediable es a la vez lo que me desgarra y lo que me contiene (ninguna posibilidad histérica de chantaje con el sufrimiento, puesto que todo ya ha sido juzgado).
No tengo deseo sino necesidad de soledad.
Aprender la (terrible) separación de la emotividad (se sosiega) y del duelo, de la aflicción (está ahí).
La aflicción, como una piedra
(en mi cuello,
en el fondo de mí)
¿Escribir para acordarse? No para recordarme, sino para combatir el desgarramiento del olvido en cuanto que se anuncia absoluto. El --pronto-- "ya ninguna huella", en ninguna parte, en nadie.
Como el amor, el duelo sella el mundo, a lo mundano, de irrealidad, de inoportunidad. Resisto al mundo, sufro de lo que me pide, de su petición. El mundo acrece mi tristeza, mi aridez, mi trastorno, mi irritación. El mundo me deprime.
(Duelo)
No Continuo, sino Inmóvil.
No deseo nada más que habitar mi aflicción.
Escribo cada menos mi aflicción, pero en un sentido es más fuerte, ha pasado al rango de lo eterno desde que ya no la escribo más.
No se olvida,
pero algo de átono se instala en uno.
A veces, muy brevemente, un momento blanco --como de insensibilidad-- que no es momento de olvido. Eso me espanta.
Camino quiera que no a través del duelo.Vuelve sin cesar inmóvil el punto ardiente: las palabras que me dijo en el aliento de la agonía, hogar abstracto e infernal que me sumerge.
Duelo puro, que no debe nada al cambio de vida, a la soledad, etc. Rayadura, abertura de la relación de amor.
Cada vez menos cosas que escribir, que decir, sino eso (pero no lo puedo decir a nadie).
Golpeado por la naturaleza abstracta de la ausencia; y sin embargo es ardiente, desgarradora. De ahí que entienda mejor la abstracción: es ausencia y dolor, dolor de la ausencia --¿quizá es entonces amor?
Mi sorpresa --y por así decir mi inquietud (mi malestar) viene de que, a decir verdad, ésta no es una carencia (no puedo describir esto como una carencia, mi vida no está desorganizada), sino una herida, algo que duele en el corazón del amor.
Frío, noche, invierno. Estoy en donde hace calor y sin embargo solo. Y comprendo que será preciso que me acostumbre a estar naturalmente en esta soledad, a actuar en ella, a trabajar en ella, acompañado, pegado por la "presencia de la ausencia".
A cada "momento" de aflicción, creo que es el mismo en el que por primera vez realizo mi duelo.
Esto quiere decir: totalidad de intensidad.
Ahora, a veces sube en mí, inopinadamente, como un globo que revienta: la constatación: ella ya no está, ella ya no está, para siempre y totalmente. Es algo mate, sin adjetivo --vertiginoso porque insignificante (sin interpretación posible).
Dolor nuevo.
Duelo: no aplastamiento, bloqueo (los cual supondría un "lleno"), sino una disponibilidad dolorosa: estoy en alerta, esperando, espiando la llegada de un "sentido de vida".
En el corazón más negro de este silencioso domingo por la mañana:
Ahora sube poco a poco en mí el tema serio (desesperado): ¿a partir de ahora qué sentido para mi vida?
Ya no muchas notas --sino: desgracia-- continuo malestar cortado por desgracias (hoy, desgracia. No se escribe el malestar).
Todo me desuella. Una nada levanta en mí el abandono.
Soporto mal a los otros, el querer-vivir de los otros, el universo de los otros. Atraído por una decisión de retiro lejos de los otros.
Lo irremediable es a la vez lo que me desgarra y lo que me contiene (ninguna posibilidad histérica de chantaje con el sufrimiento, puesto que todo ya ha sido juzgado).
No tengo deseo sino necesidad de soledad.
Aprender la (terrible) separación de la emotividad (se sosiega) y del duelo, de la aflicción (está ahí).
La aflicción, como una piedra
(en mi cuello,
en el fondo de mí)
¿Escribir para acordarse? No para recordarme, sino para combatir el desgarramiento del olvido en cuanto que se anuncia absoluto. El --pronto-- "ya ninguna huella", en ninguna parte, en nadie.
Como el amor, el duelo sella el mundo, a lo mundano, de irrealidad, de inoportunidad. Resisto al mundo, sufro de lo que me pide, de su petición. El mundo acrece mi tristeza, mi aridez, mi trastorno, mi irritación. El mundo me deprime.
(Duelo)
No Continuo, sino Inmóvil.
No deseo nada más que habitar mi aflicción.
Escribo cada menos mi aflicción, pero en un sentido es más fuerte, ha pasado al rango de lo eterno desde que ya no la escribo más.
No se olvida,
pero algo de átono se instala en uno.
- Oliverio Girondo - Poema 12 -
Se miran, se presienten, se desean,
se acarician, se besan, se desnudan,
se respiran, se acuestan, se olfatean,
se penetran, se chupan, se demudan,
se adormecen, se despiertan, se iluminan,
se codician, se palpan, se fascinan,
se mastican, se gustan, se babean,
se confunden, se acoplan, se disgregan,
se aletargan, fallecen, se reintegran,
se distienden, se enarcan, se menean,
se retuercen, se estiran, se caldean,
se estrangulan, se aprietan se estremecen,
se tantean, se juntan, desfallecen,
se repelen, se enervan, se apetecen,
se acometen, se enlazan, se entrechocan,
se agazapan, se apresan, se dislocan,
se perforan, se incrustan, se acribillan,
se remachan, se injertan, se atornillan,
se desmayan, reviven, resplandecen,
se contemplan, se inflaman, se enloquecen,
se derriten, se sueldan, se calcinan,
se desgarran, se muerden, se asesinan,
resucitan, se buscan, se refriegan,
se rehuyen, se evaden, y se entregan.
se acarician, se besan, se desnudan,
se respiran, se acuestan, se olfatean,
se penetran, se chupan, se demudan,
se adormecen, se despiertan, se iluminan,
se codician, se palpan, se fascinan,
se mastican, se gustan, se babean,
se confunden, se acoplan, se disgregan,
se aletargan, fallecen, se reintegran,
se distienden, se enarcan, se menean,
se retuercen, se estiran, se caldean,
se estrangulan, se aprietan se estremecen,
se tantean, se juntan, desfallecen,
se repelen, se enervan, se apetecen,
se acometen, se enlazan, se entrechocan,
se agazapan, se apresan, se dislocan,
se perforan, se incrustan, se acribillan,
se remachan, se injertan, se atornillan,
se desmayan, reviven, resplandecen,
se contemplan, se inflaman, se enloquecen,
se derriten, se sueldan, se calcinan,
se desgarran, se muerden, se asesinan,
resucitan, se buscan, se refriegan,
se rehuyen, se evaden, y se entregan.
sábado, 6 de marzo de 2010
miércoles, 3 de marzo de 2010
- Marguerite Yourcenar - Alexis -
El sufrimiento es uno. Se habla de sufrimiento como se habla del placer, pero se habla de ellos cuando ya nos dominan. Cada vez que entran en nosotros, nos sorprenden como una sensación nueva y tenemos que reconocer que los habíamos olvidado. Son diferentes porque nosotros también lo somos: les entregamos cada vez un alma y un cuerpo modificados por la vida. Y sin embargo, el sufrimiento no es más que uno. No conoceremos de él, como no conoceremos del placer, más que algunas formas, siempre las mismas, de las que estamos presos. Habría que explicar esto: nuestra alma, supongo, no tiene más que un teclado restringido y aunque la vida se empeñe en hacerlo sonar, sólo podrá obtener dos o tres pobres notas.
lunes, 1 de marzo de 2010
- Octavio Paz - Palpar -
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