Sí, los poetas somos ángeles desterrados de un mundo que vagamente recordamos y presentimos, y al que anhelamos retornar con toda la sed de nuestros corazones. Las alas se nos notan, puede tocarse su bulto apenas disimulado bajo la ropa. Como pueden verse, como un rastro fugaz y resplandeciente, en ciertas palabras, en ciertos poemas nuestros, donde anunciamos un mundo entrevisto en el éxtasis, no sé si profecía o si recuerdo, pero sí imagen de nuestro ineludible destino. Yo traigo a los hombres un mundo elemental, cruzado de luz y sombra, donde los instintos del hombre han sobrepasado los límites de su cuerpo, para informarse en las fuerzas oscuras, cósmicas y telúricas, bien ajenas como conciencia a la alegría o al dolor humanos. Ajenas ellas, no nosotros, a su invasora realidad totalizadora. Y en medio del dolor y de la alegría, créeme, hay algo en mí que me salva de mi propia destrucción, del desmoronamiento ante la ciega inutilidad del vivir: y es la relampagueante conciencia súbita de que yo soy expresión también, completamente incontrolable, de las fuerzas oscuras de la vida, tan poderoso, tan vital, como aquel hermoso árbol, como aquella arrulladora montaña, ¡qué hermoso el viento conmigo, qué hermosa conmigo la mar que me ignora, la dulce arena, el águila intangible o la piel suave que acaricio o he acariciado en horas o en días felices! En mis poemas muchas veces he besado la tierra, redonda, abarcable, he dormido en su seno, sintiéndola volar por los espacios vivos. Como he besado labios ardientes y suavísimos, como he poseído cuerpos adorados, exactamente como he sufrido mi lote de dolor, que no era mío solo, porque yo sé que he sufrido por muchos que no sufrieron. Porque yo, no soy yo solo. Mi fe en la poesía es mi fe en mi identificación con algo que desborda mis límites aparenciales, destruyéndome y aniquilándome en el más hermoso acto de amor, y cuando yo canto, hablo de mí, pero hablo del mundo, de lo que él me dicta, porque esto es la inspiración: hervor en el reducido recinto del corazón, de fuerzas innumerables, concentradas finalmente como una sola espada atravesando de dentro a afuera el pecho del inspirado. Los hombres ven la punta de la espada, que surte teñida de la sangre del poeta, pero la empuñadura que la maneja está quizá en el centro de la tierra.
Besar unos labios, acariciar unos senos vívidos, enajenarnos en el delirio amoroso, es sólo el ciego acto de entrega a ese delirio totalizador, de fuga de nuestros límites, hacia la hermosa, liberador pérdida de nuestra conciencia. ¡Ay!, sólo instantánea, como mero símbolo de nuestra vocación, únicamente lograble del todo para el hombre en la muerte. Porque sólo la muerte trae esa comunión y confusión con lo creado, que es la gran fuerza --tan reducida y momentánea por otra parte-- del amor, que es su simulacro. El poeta es el único que realiza con su poesía esa antevisión, esa comunión con un mundo total. Por eso la poesía y el amor tienen una misma fuente. Y por eso el poeta vence a la muerte, porque en vida descorre las cortinas de nuestro supremo aniquilamiento.
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