Si siento algo suavemente benigno cuando escribo estos
silencios o cuando surgen las imágenes de mis poemas no es el placer de crear
sino el asombro ante las palabras. Nada ni nadie, en mí, se atreve a moverse, a
girar, a rodar. Nunca se pone en marcha. Nunca abre la boca si no es para
morder en silencio. He sentido dolor y silencio. Sufro o estoy callada. Estar
bien es ser al modo de una estatua. Sufrir es ver un color blanco corriendo
hacia una catarata ardiente. O como en una película muda el tigre devorando
lentamente a la muchacha. Mi asombro ante mis poemas es enorme. Como un niño
que descubre que tiene una colección de sellos postales que no reunió. Y si
leo, si compro libros o los devoro, no es por un placer intelectual --yo no
tengo placeres, sólo tengo hambre y sed-- ni por un deseo de conocimiento sino
por una astucia inconsciente que recién ahora descubro: coleccionar palabras,
prenderlas en mí como si ellas fueran harapos y yo un clavo, dejarlas en mi
inconsciente, como quien no quiere la cosa, y despertar, en la mañana
espantosa, para encontrar a mi lado un poema ya hecho. Ésta es mi proeza, éste
es mi heroísmo. Cómo es posible que el silencio fructifique de esta manera,
cómo es posible que con mi terquedad campesina lo labre tan bien y con buen
éxito. No sólo doy imágenes bellas sino reflexiones y hasta anuncio deseos
difíciles de expresar: me quejo, hablo, discuto, enciendo, purifico, corrompo,
y todo ello con palabras que no son mías, y ni siquiera tengo demasiadas faltas
gramaticales; todo sucede como si yo pensara, como si yo sintiera, como si yo
viviera. Y no soy más que una silenciosa, una estatua corazón-mente enferma,
una huérfana sordomuda, hija de algo que se arrodilla y de alguien que cae.
Sólo soy algo que está, algo que no espero que está.
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