Podrías hundirte de
un solo golpe en la nada, adonde van los muertos: yo me consolaría si
me dejaras tus manos en herencia. Sólo tus manos substistirían,
separadas de ti, inexplicables como las de los dioses de mármol
convertidos en polvo y cal de su propia tumba. Sobrevivirían a tus
actos, a los miserables cuerpos que han acariciado. Entre las cosas y
tú no harían ya de intermediarias: ellas mismas se transformarían en
cosas. Inocentes de nuevo, pues tú ya no estarías para hacer de ellas
tus cómplices, tristes como galgos sin dueño, desconcertadas como
arcángeles a quienes ningún dios da ya órdenes, tus inútiles manos
reposarían sobre las rodillas de las tinieblas. Tus manos abiertas,
incapaces de dar o de recibir ninguna alegría, me habrían dejado caer
como una muñeca rota. Beso, a la altura de la muñeca, esas manos
indiferentes que tu voluntad no aparta ya de las mías; acaricio la
arteria azul, la columna de sangre que, antaño, incesante como el
chorro de una fuente, surgía del suelo de tu corazón. Con sollozos
pequeños y satisfechos reposo la cabeza como una niña entre esas palmas
llenas de estrellas, de cruces, de precipicios de lo que fue mi
destino. No tengo miedo de los espectros. Sólo son terribles los vivos,
porque poseen un cuerpo.
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