El desistir es una revelación.
Desisto y habré sido una persona humana --sólo en lo peor de mi condición, ésta es asumida como mi destino. Existir exige de mí el enorme sacrificio de no tener fuerzas, desisto, y he aquí que en la frágil mano cabe el mundo. Desisto, y para mi pobreza humana se abre la única alegría que me es dado tener, la alegría humana. Sé de ello, y me estremezco --vivir me deja tan impresionada, vivir me quita el sueño.
Llego a la altura de poder caer, elijo, me estremezco, desisto y, finalmente, dedicándome a mi propia caída, impersonal, sin voz propia, finalmente sin mí --he aquí que todo lo que no tengo es lo que es mío. Desisto y cuanto menos soy más viva estoy, cuanto más pierdo mi nombre más me llaman, mi única misión secreta es mi condición, desisto, y cuanto más ignoro la seña más cumplo el secreto, cuanto menos sé, más la dulzura del abismo es mi destino. Y entonces adoro.
Con las mano tranquilamente cruzadas sobre el regazo, tenía un sentimiento de tierna y tímida alegría. Era casi nada, así como la brisa hace estremecer una brizna de hierba. Era casi nada, pero conseguía percibir el ínfimo movimiento de mi timidez. No sé, pero me aproximaba con angustiada idolatría a algo, y con la delicadeza de quien tiene miedo. Me aproximaba a la cosa más fuerte que jamás me había sucedido.
¿Más fuerte que la esperanza, más fuerte que el amor?
Me aproximaba a lo que creo que era --confianza. Tal vez sea este el nombre. No importa: también podría darle otro.
Sentí que mi rostro, pudoroso, sonreía. O tal vez no sonriese, no lo sé. Yo confiaba.
¿En mí? ¿En el mundo? ¿En Dios? No lo sé. Tal vez confiar no sea en qué o en quién. Tal vez ahora supiese que yo misma jamás estaría a la altura de la vida, pero que mi vida estaba a la altura de la vida. No alcanzaría jamás mi raíz, pero mi raíz existía. Tímidamente, me dejaba traspasar por una dulzura que me oprimía sin cercenarme.
Oh Dios, me sentía bautizada por el mundo. Había puesto en mi boca la materia y finalmente había realizado el acto ínfimo.
No el acto máximo como pensaba antes, no el heroísmo y la santidad, sino por fin el acto ínfimo que siempre me había faltado. Siempre había sido incapaz del acto ínfimo. Y con el acto ínfimo, me había desheroizado. Yo, que había vivido a mitad de camino, finalmente había dado el primer paso.
Por fin, por fin se había roto mi envoltura y si límites yo era. Por no ser, yo era. Hasta el fin de aquello que yo no era, yo era. Lo que no soy yo, yo soy. Todo estará en mí, si no soy; pues "yo" es sólo uno de los espasmos instantáneos del mundo. Mi vida no tiene un sentido sólo humano, es mucho más grande --es tan grande que, en relación a lo humano, no tiene sentido. De la organización general que era mayor que yo, había percibido, hasta entonces, sólo los fragmentos. Pero ahora, era mucho menos que humana --y sólo realizaría mi destino específicamente humano si me entregase, como me estaba entregando, a lo que ya no era yo, a lo que es inhumano.
Y entregándome con la confianza de pertenecer a lo desconocido. Pues sólo puedo rezar a lo que no conozco. Y sólo amar la evidencia desconocida de las cosas, y sólo puedo unirme a lo que desconozco. Sólo esta entrega es una entrega real.
Y tal entrega es la única superación que no me excluye. Era ahora tan grande que ya no veía más. Tan grande como un paisaje a lo lejos. Era a lo lejos. Más perceptible en mis últimas montañas y en mis más remotos ríos: la actualidad simultánea no me asustaba más, y en mi más última extremidad podía finalmente sonreír sin siquiera sonreír. Finalmente me extendía más allá de mi sensibilidad.
El mundo no dependía de mí --ésta era la confianza a la que había llegado: el mundo no dependía de mí, y no estoy entendiendo, lo estoy diciendo, ¡nunca! nunca más comprenderé lo que diga. Pues ¿cómo podré decir sin que la palabra mienta por mí?, cómo podré decir sino tímidamente así: la vida me es. La vida me es y no entiendo lo que digo. Y entonces adoro.
Llego a la altura de poder caer, elijo, me estremezco, desisto y, finalmente, dedicándome a mi propia caída, impersonal, sin voz propia, finalmente sin mí --he aquí que todo lo que no tengo es lo que es mío. Desisto y cuanto menos soy más viva estoy, cuanto más pierdo mi nombre más me llaman, mi única misión secreta es mi condición, desisto, y cuanto más ignoro la seña más cumplo el secreto, cuanto menos sé, más la dulzura del abismo es mi destino. Y entonces adoro.
Con las mano tranquilamente cruzadas sobre el regazo, tenía un sentimiento de tierna y tímida alegría. Era casi nada, así como la brisa hace estremecer una brizna de hierba. Era casi nada, pero conseguía percibir el ínfimo movimiento de mi timidez. No sé, pero me aproximaba con angustiada idolatría a algo, y con la delicadeza de quien tiene miedo. Me aproximaba a la cosa más fuerte que jamás me había sucedido.
¿Más fuerte que la esperanza, más fuerte que el amor?
Me aproximaba a lo que creo que era --confianza. Tal vez sea este el nombre. No importa: también podría darle otro.
Sentí que mi rostro, pudoroso, sonreía. O tal vez no sonriese, no lo sé. Yo confiaba.
¿En mí? ¿En el mundo? ¿En Dios? No lo sé. Tal vez confiar no sea en qué o en quién. Tal vez ahora supiese que yo misma jamás estaría a la altura de la vida, pero que mi vida estaba a la altura de la vida. No alcanzaría jamás mi raíz, pero mi raíz existía. Tímidamente, me dejaba traspasar por una dulzura que me oprimía sin cercenarme.
Oh Dios, me sentía bautizada por el mundo. Había puesto en mi boca la materia y finalmente había realizado el acto ínfimo.
No el acto máximo como pensaba antes, no el heroísmo y la santidad, sino por fin el acto ínfimo que siempre me había faltado. Siempre había sido incapaz del acto ínfimo. Y con el acto ínfimo, me había desheroizado. Yo, que había vivido a mitad de camino, finalmente había dado el primer paso.
Por fin, por fin se había roto mi envoltura y si límites yo era. Por no ser, yo era. Hasta el fin de aquello que yo no era, yo era. Lo que no soy yo, yo soy. Todo estará en mí, si no soy; pues "yo" es sólo uno de los espasmos instantáneos del mundo. Mi vida no tiene un sentido sólo humano, es mucho más grande --es tan grande que, en relación a lo humano, no tiene sentido. De la organización general que era mayor que yo, había percibido, hasta entonces, sólo los fragmentos. Pero ahora, era mucho menos que humana --y sólo realizaría mi destino específicamente humano si me entregase, como me estaba entregando, a lo que ya no era yo, a lo que es inhumano.
Y entregándome con la confianza de pertenecer a lo desconocido. Pues sólo puedo rezar a lo que no conozco. Y sólo amar la evidencia desconocida de las cosas, y sólo puedo unirme a lo que desconozco. Sólo esta entrega es una entrega real.
Y tal entrega es la única superación que no me excluye. Era ahora tan grande que ya no veía más. Tan grande como un paisaje a lo lejos. Era a lo lejos. Más perceptible en mis últimas montañas y en mis más remotos ríos: la actualidad simultánea no me asustaba más, y en mi más última extremidad podía finalmente sonreír sin siquiera sonreír. Finalmente me extendía más allá de mi sensibilidad.
El mundo no dependía de mí --ésta era la confianza a la que había llegado: el mundo no dependía de mí, y no estoy entendiendo, lo estoy diciendo, ¡nunca! nunca más comprenderé lo que diga. Pues ¿cómo podré decir sin que la palabra mienta por mí?, cómo podré decir sino tímidamente así: la vida me es. La vida me es y no entiendo lo que digo. Y entonces adoro.
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