Como un equilibrista en la cuerda floja que no sabe ya cómo poner un pie delante del otro, sentía sólo la oscilante plataforma debajo de mí y me daba cuenta con horror de que los extremos del balancín que centelleaban muy lejos, en los bordes de mi campo de visión, no eran ya, como antes, mis luces orientadoras, sino malignos señuelos que querían precipitarme en el vacío. /.../ Era como si una enfermedad ya latente en mí se dispusiera a declararse, como si algo desmoralizador y obstinado se hubiera metido en mi interior y, poco a poco, lo paralizara todo. Sentía ya tras mi frente la infame apatía que precede al desmoronamiento de la personalidad, sospechaba que en realidad no tenía memoria ni capacidad intelectual, ni una verdadera existencia, que durante toda mi vida sólo me había ido extinguiendo y apartando del mundo y de mí mismo. /.../ Toda la estructura del idioma, el orden sintáctico de las distintas partes, la puntuación, las conjunciones y, en definitiva, hasta los nombres de las cosas corrientes, todo estaba envuelto en una niebla impenetrable. /.../ En ninguna parte veía ya una conexión, las frases se disolvían en palabras aisladas, las palabras, en una sucesión arbitraria de letras, las letras en signos inconexos y éstos en una huella gris azulada, que brillaba plateada aquí o allá y que algún ser reptante había segregado y arrastrado tras sí, y cuya vista me llenaba cada vez más de sentimientos de horror y vergüenza.
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